Difícil hablar de alguien a quien, pese a los años que hayamos compartido, no se conoce en profundidad. Pocas confidencias recuerdo de Ángel Álvarez, y alguna debe continuar oculta en ese frágil depósito de la intimidad. Lo elocuente de él, más que sus propios testimonios o el reflejo que portan sus hijas, se encuentra en el material que fue acumulando a su alrededor. Un sinfín de documentos, objetos y trastos colman no sólo su casa, sino que en la última mudanza tuvieron que repartirse entre tres inmuebles más. Aquella última mudanza se produjo al abandonar la vivienda de la Subdelegación del Gobierno.

Imagino la sensación que experimentó Ángel, cuando ocupó su cargo de Secretario en aquel edificio que él vería terminar con apenas 5 años de edad. Para todos los vecinos de Cáceres, y más para los que como Ángel se criaron a la sombra de las altas naves de la Iglesia de Santiago, la avenida en la que se levantó la Subdelegación, espacio que nació republicano y que acabó consagrándose a la Virgen de la Montaña, representaba la más innovadora modernidad, presidida desde 1934 por el colosal Cine Norba.

Pese a ser alguien educado en la ortodoxia tradicional, pronto debió aficionarse Ángel a las innovaciones compatibles con aquella. Transcurrida su formación con los franciscanos en el San Antonio, a los 19 años se convierte en el primer Mayordomo de la recién creada Cofradía del Vía Crucis y del santísimo Cristo del Calvario, de los Estudiantes. Me cuentan que Pilar, la bella muchacha que poco después se casaría con él, bordó el pendón que aún hoy encabeza la procesión de Semana Santa.

Ya casados y probablemente seducidos por ese Cáceres nuevo que iba surgiendo más allá del paseo de Cánovas, Ángel y Pilar alquilaron un ático en la Madrila, desde el cual podían contemplar los lejanos horizontes de un territorio infinito. Muchos años después, otra de sus mudanzas se dirigió hacia el sur, con motivo de la Exposición Universal de Sevilla. Allí se reunieron con todas sus hijas, y allí empezó servidor a conocer algo mejor a Ángel.

Regresamos a Cáceres y en Cáceres nos quedamos (salvo dos de las hijas). Inevitablemente, el piso de Gil Cordero se muestra ahora como un santuario de recuerdos algo velados por el paso del tiempo: Publio Hurtado, Antonio Floriano, Germán Sellers, Carlos Callejo, Pedro Lumbreras, Antonio Rubio,… Todos los cronistas de Cáceres figuran impresos en los polvorientos volúmenes que se apilan en cada rincón de un apartamento en el que hubo que demoler los tabiques para darles acogida. Entre ellos, fotografías, placas conmemorativas, soldaditos de plomo, postales y objetos varios enripian muros levantados con papel. Parte de esta remota colección arqueológica yace a más de ochocientos metros de allí, en mi estudio cerrado de Donoso Cortés, junto a lo poco que conservo de mi difunto padre. Pero de alguna manera quiero creer que el legado de ambos centellea en estas torpes líneas que ahora escribo. Quien me conoce sabe de mi charlatanería y me excuso por ello, pero en el fondo en mi entusiasmo al hablar de esta ciudad confieso que hay algo de imitación de mi padre y mi suegro. Para ellos, y para todos los que acumulan la historia de la tierra que pisamos, mi más sentido agradecimiento. CARLOS SÁNCHEZ FRANCO. ARQUITECTO .