Aunque no suelo escribir sobre santos varones, doctores tiene la Iglesia, en esta ocasión me ha sorprendido la vida y obra de un clérigo cacereño que, allá por el siglo XVIII, desempeñó una importante labor humanitaria, en una localidad que presentaba importantes carencias en lo relativo a la atención a los enfermos. El clérigo en cuestión, se llamaba Rosalío de Berrocal y Paniagua, sacerdote y anacoreta que ofreció su exigua vida a algo más que la oración. Aunque se apellidaba Berrocal, he de confesar que no figura en la lista de mis antepasados, que provenían de territorios ajenos a la villa cacereña.

Para conocer mejor la vida y obra del Padre Rosalío, me he topado con un pequeño libro publicado en Madrid, en la imprenta de Antonio Mayoral, allá por el año de 1767. El librito cuyo extenso título obedece al nombre de ‘Relación de la vida y exercicios de virtud de D. Rosalío Ramos Berrocal y Paniagua, sacerdote de el venerable Orden Tercero Secular de nuestro Padre San Francisco de Asís, en la villa de Cáceres’ es obra del presbítero Alonso Valentín Fernández, contemporáneo y conocedor de la bendita existencia de tan glorioso clérigo. A lo largo de sus poco más de cien páginas, el autor hace un recorrido por la vida y obra del Padre Rosalío, del cual sabemos que nació en Cáceres el 5 de julio de 1720, el mismo lugar donde expiraría 42 años después, el 20 de diciembre de 1762. También sabemos que sus padres «no eran ricos pero de loables costumbres», un hecho que servirá de apoyo a la vocación religiosa que, desde la niñez, va a mostrar el insigne beato. A los 15 años de edad ya había hecho diferentes votos, como el recogimiento perpetuo, no salir de paseo, no beber vino ni ‘tomar’ tabaco, no saciar el apetito con manjar que cause deleite o no procurar honra mundana en cosa alguna, votos que marcarían su vida en el futuro. Con poco más de 20 años ya había sido ordenado sacerdote por el Seminario de Coria y en 1745 recibiría el escapulario y cordón de la Orden Franciscana. Durante años sería Maestro de Novicios y capellán del convento de la Concepción de Cáceres y también confesor de enfermos de la parroquia de San Mateo. Aunque no sería por estos oficios religiosos, por los que el Padre Rosalío quedaría unido a la historia de su ciudad, sino por su labor humanitaria con los enfermos incurables, especialmente los que presentaban dolencias relacionadas con las enfermedades contagiosas que no eran admitidos en los hospitales de la villa.

En el mes de octubre de 1750, el Padre Rosalío se dirige al concejo cacereño para solicitar un solar en la calle Gallegos para crear «un recogimiento para pobres desamparados, thísicos o de males contagiosos» que le sería concedido y con el que inicia su proceso humanitario. Aunque solo disponía de 19 camas, el hospital tuvo un gran éxito. Ante la penuria existente vuelve a solicitar en noviembre de 1751 un nuevo solar, junto al Adarve, donde construirá un nuevo dispensario al que se denominará Hospital de Santa María Magdalena, que acabó construyendo con la venta del anterior y las limosnas de diferentes personas de la villa.

Será en este lugar, donde quedó infectado de la peste que portaban los solados españoles y franceses, que le habían incautado el hospital, debido a las guerras con Portugal. Fallecería en honor de Santidad en 1762 y su nombre quedaría unido para siempre a su ciudad, como un buen clérigo que dedicó su vida a los más necesitados. Actualmente la parte del recinto amurallado donde estuvo su hospital, recibe el nombre de Adarve del Padre Rosalío.