El 1 de enero de 1494 se promulga en Cáceres la Ordenanza sobre la roda y salín, un Reglamento que a lo largo de sus 20 artículos nos informa de cómo se comercializaba uno de los productos que más importancia han tenido a lo largo de la historia. Especialmente en las tierras del interior de la Península que carecían de industria salitrera propia. Aunque en ningún documento consultado se específica de dónde viene la sal a la provincia de Extremadura, si sabemos que los principales abastecedores de sal llegaban a Cáceres por la Vía de la Plata desde de Mérida, que la recibía a su vez desde Sevilla, donde atracaba a puerto desde las salinas de Cádiz, eso era lo lógico. Un producto ineludible pero caro, debido a los altos gastos del transporte. Una sal necesaria, especialmente en el mundo de la alimentación, donde los salazones eran la única forma de conservar tanto carnes como pescados, aparte de ser un condimento tradicional en la cocina global, una especia para la farmacopea o una parte de la alimentación animal. No es de extrañar que la sal fuese conocida desde la antigüedad como el “oro blanco”.

La roda era el portazgo que se tenía que pagar por el transporte de la sal por los diferentes lugares por los que discurría su camino hasta la villa cacereña. En el capítulo primero de la Ordenanza del salín se especifica “que cualquier persona de esta villa o de fuera de ella que trajere sal a la villa de Cáceres, paguen por cada carga mayor 2 maravedís y por carga asnal 1 maravedí…” un pago que había que realizar ante el administrador de la renta de la sal, un concesionario que controlaba toda la venta de sal, tanto en la propia villa como en su amplio término municipal. Los impuestos sobre la sal eran de obligado cumplimiento para todos los vecinos, excepto los romeros que se desplazaban a Guadalupe, a cualquier otra peregrinación o a las ferias locales. También estaban exentos de impuesto los pobres y lisiados “ así mancos como ciegos y contrahechos y de otras enfermedades y personas miserables” .

Por lo demás, el control sobre la venta de sal era severo, en cuanto a las declaraciones de venta que comerciantes y trajineros tenían que realizar necesariamente bajo sanciones de toda índole, desde perder la carga, los costales y las bestias, hasta ser expulsado a “tres tiros de ballesta de la dicha villa y sus arrabales y al pago de 40 maravedís de multa”. Debido a su alto consumo eran muchas las rentas que se generaban en beneficio de las arcas reales.

Los impuestos de la sal sufragaban campañas militares o protegían a la corona en épocas de ruina y crisis, siendo uno de los ingresos más importantes de la Hacienda Real durante siglos. Para ello el Ayuntamiento asumió de manera permanente el denominado “almacén de la sal” donde se custodiaba el producto, siendo el concejo el responsable de gestionar tasas y mantener las instalaciones.

La toponimia histórica nos conduce al último depósito de sal utilizado en Cáceres. Estuvo situado al final de la calle Moros, donde posteriormente se instaló una especie de local para bailes y bodas que, hasta la primera mitad del siglo pasado, se conoció como Salón de la Sal. Todavía existe este almacén en estado ruinoso, como testigo de la importancia que tuvo en la ciudad la especia más antigua del mundo.