En Cáceres no hubo afectados, pero sí una angustia que aumentaba por días a medida que se achacaba aquella neumonía atípica a las hortalizas de tallo verde, a las fresas, a una extraña enfermedad que transmitían los pájaros y a causas dispares, hasta que mes y medio después las sospechas comenzaron a recaer en el aceite de colza. Hubo que esperar un año para confirmar que una gran partida de aceite industrial procedente de Francia había sido adulterada para destinarla a consumo humano por medio de mercadillos y venta ambulante.

El producto nunca llegó a Cáceres, pero sí el desconcierto de gobernantes, médicos y ciudadanos a medida que en la primavera de 1981 moría gente gravemente afectada de no se sabía qué. En la provincia cacereña, las autoridades sanitarias evaluaban con lupa cada enfermo sospechoso, incluso hubo evacuaciones a Madrid, y se preparó un dispositivo con camas de refuerzo próximas a la UCI del Hospital San Pedro de Alcántara. Afortunadamente no hicieron falta. Aquello no era una pandemia, era un envenenamiento masivo centrado sobre todo en Madrid y Castilla León.

Proporciones históricas

No se conoce el número exacto de víctimas mortales, pero se estima que unas 700 personas fallecieron directamente en España por la colza. Fue la mayor intoxicación alimentaria de la historia del país. Otras 20.000 sufrieron sus efectos y muchas viven con importantes secuelas. Existe una unidad especial para ellas en el Hospital 12 de Octubre, pero la Plataforma de Afectados por el Síndrome del Aceite Tóxico, como lo bautizó la propia OMS, continúa denunciando el «abandono» de las instituciones.

Muchos cacereños recuerdan aquellos días con auténtico pánico. Había ‘algo’ que entraba en las casas y mataba sin entender de edades. Las radios y los periódicos emitían en cada informativo posibles causas y en los hogares ya no se sabía qué comer o qué cuidados extremar. El 1 de mayo de 1981 se había producido la primera víctima conocida hasta entonces, el niño Jaime Vaquero, en Torrejón de Ardoz. 

Aquello no era una pandemia, era un envenenamiento masivo. El 1 de mayo de 1981 se produjo la primera víctima mortal: el niño Jaime Vaquero, de Torrejón de Ardoz.

Las noticias no se transmitían a la misma velocidad y no fue hasta el 12 de mayo cuando el ‘Extremadura’ informada en su portada de la existencia de un brote de neumonía atípica con 200 ingresos sospechosos y 5 fallecidos en Madrid, muchos de ellos miembros de las mismas familias. También se reportaban posibles nuevos casos en Segovia, que en ese momento se achacaban a fuertes alergias primaverales de tipo respiratorio. Por entonces los ciudadanos extremaban su higiene personal y evitaban el consumo de alimentos crudos sin saber a qué atenerse. 

El 14 de mayo, el ‘Extremadura’ hacía una primera aproximación a la provincia de Cáceres asegurando que no se había producido «ningún brote autóctono de neumonía atípica», según confirmación del Jefe Provincial de Sanidad, el doctor Eladio Luengo. No obstante, se informaba que el día anterior había sido rápidamente evacuado al Hospital Gómez Ulla de Madrid un soldado del CIR procedente de Torrejón de Ardoz, con sintomatología sospechosa. En la edición del 15 de mayo se comunicaba en la sección ‘Actualidad cacereña’ que «afortunadamente» el recluta no padecía tal enfermedad, sino una afección de anginas, «noticia que tranquiliza a todos», agregaba este diario.

El 19 de mayo, el mismo periódico publicaba que, «mientras por otras zonas, y aún en provincias limítrofes, continúa expandiéndose la llamada neumonía atípica, en la provincia de Cáceres no se ha producido ningún brote según nos informan los servicios epidemiológicos de la Jefatura de Sanidad».

"En las primeras semanas se atribuyó a las lechugas, a las cebolletas, a las fresas y hasta a los pájaros migratorios"

El 20 de mayo, el rotativo ya situaba la noticia en el espacio central de su portada, puesto que los primeros estudios apuntaban a que la neumonía atípica se propagaba por vía digestiva. En concreto se atribuía a las lechugas, cebolletas y fresas procedentes de las vegas del Tajo, Tajuña y el Henares, que se vendían en mercadillos sin control, según la teoría del doctor Juan Raúl Sanz Jiménez. Se pensaba que estos alimentos se criaban en campos que habían sufrido una gran sequía, y por tanto estaban infectados de parásitos, de aguas residuales y a través de pájaros migratorios. Por eso se pidió a los ciudadanos que metieran la verdura en la olla a presión, o en lejía si se tomaba fresca, «y no tocar nada relacionado con los pájaros». Al menos ya se había constatado por entonces que la situación de la ganadería española era totalmente normal.

El aceite aún no estaba en el punto de mira, pero al menos los investigadores habían avanzado que la enfermedad se producía por vía digestiva, y no aérea. También se acotaban sus efectos: infectaba las placas del tejido linfático, generaba unas líneas en la base pulmonar derecha, nunca en la izquierda, y en muchos casos inflamaba el pericardio del corazón.

Entre verbenas y sustos

En aquel mayo fatídico, Cáceres se atrevió no obstante a celebrar su feria grande, su feria de San Fernando, atracciones incluidas, también certamen de ganado. Tuvieron lugar del 23 de mayo al 1 de junio con concierto extraordinario de Ñu, concurso hípico nacional, fuegos artificiales, marionetas, majorettes, vaquillas del aguardiente y verbenas en la Cruz de los Caídos.

El inicio de la feria coincidió al menos con una noticia tranquilizadora: «En Extremadura no hay ningún caso de neumonía atípica», afirmaron en rueda de prensa el consejero de Sanidad de la Junta Regional y los delegados provinciales de Salud de Badajoz y Cáceres. También explicaron las medidas adoptadas, como el establecimiento de un sistema de contactos con todos los centros hospitalarios de la región para garantizar una correcta asistencia ante cualquier caso, un sistema de información para el envío de radiografías clínicas y datos diversos a los jefes locales de Sanidad, y otras disposiciones que incluían la provisión de fármacos.

Pero los sustos siguieron sucediéndose. Esos días ingresó un joven de 17 años en el Hospital Provincial de Cáceres aquejado de una neumonía atípica y procedente de un pueblo de Segovia. Efectivamente había contraído antes de su viaje el síndrome tóxico, según confirmó la Delegación Territorial de Sanidad. Fue aislado en el hospital «y tratado convenientemente».

El 29 de mayo se informaba de otros tres casos sospechosos, entre ellos una mujer de Madroñera que evolucionaba favorablemente y su hijo de 11 años, leve pero hospitalizado. Las autoridades sanitarias desmentían uno tras otro los rumores que circulaban por la ciudad, y que alcanzaban a los feriantes como posibles portadores. El director provincial de Salud comunicó que había suficiente número de camas en lugares próximos a la UCI del San Pedro de Alcántara, y que si se diera el caso de precisar más, «no habría ninguna dificultad».

Gertrudis de la Fuente, la bioquímica criada en la Estación Arroyo-Malpartida que se puso al frente de la investigación.

Los fallecidos aumentaban en el centro del país. Había que identificar la sustancia tóxica para localizar un antídoto eficaz. Curiosamente, al frente de la investigación sobre la neumonía atípica se puso a la reputada científica Gertrudis de la Fuente Sánchez, que había residido durante años en la estación Arroyo-Malpartida, donde su padre estaba destinado como ferroviario. Gertrudis demostró desde pequeña su talento, y cuando su padre se jubiló pudo regresar a Madrid a estudiar Química, sacar su doctorado en Farmacia en iniciar una brillante carrera como bioquímica vinculada al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. 

Fue entonces cuando, ya catedrática ad-honorem por la Autónoma, la llamaron para coordinar la investigación del síndrome tóxico. Mes y medio después, el equipo halló la causa. Sus vivencias vienen recogidas en el documental ‘Gertrudis (la mujer que no enterró sus talentos)’, que grabo antes de fallecer en 2017.

Ya el 28 de agosto de 1981, la Junta Regional dejó claro en un comunicado que, hasta ese momento, en Extremadura ninguna de las pruebas había dado positivo, aunque continuaba el dispositivo para estudiar cualquier caso sospechoso. Durante un año siguieron falleciendo pacientes por los efectos fatales de la colza adulterada, que fue ratificada como causa en la sentencia del Tribunal Supremo de 1989. Se acusó a los culpables de un «desmedido afán de lucro», y se condenó al Estado como responsable civil subsidiario. Pero las indemnizaciones no devolvieron la vida a los muertos, ni la salud a muchos afectados.