‘Nadie abandona su hogar, a menos que su hogar sea la boca de un tiburón. Solo corres hacia la frontera cuando ves que toda la ciudad también lo hace. Tus vecinos corriendo más deprisa que tú. Con aliento de sangre en sus gargantas. El niño con el que fuiste a la escuela, que te besó hasta el vértigo detrás de la fábrica, sostiene un arma más grande que su cuerpo’. El poema ‘Hogar’, de Warsan Shire, nos abre la puerta de septiembre en La Ribera mientras nuestra alma de África se ilumina al ver descansar en el cauce junto a la Facultad de Empresariales al papamoscas, que tras pasar el invierno en territorio africano vuelve a su casa cacereña. Nos alerta de su presencia su repetido y nervioso pik, pik, pik, corto y metálico. Trino rítmico, gorjeante y disilábico que, indefectiblemente, nos levanta una sonrisa.

Hoy el paseo será más largo; que si el papamoscas ha venido desde África nosotros viajaremos seguramente con más rapidez hasta la cola del río de Cáceres, casi en su desembocadura en el Guadiloba, lugar donde nos esperan Agustín Rebollo Rojo y su hijo, llamado también Agustín, miembros en activo junto a los Galán de una de las estirpes de hortelanos más antiguas de Cáceres.

Estamos a dos pasos del campamento de Cáceres el Viejo, el sitio donde más de 5.000 legionarios descansaban, entrenaban, deambulaban o restañaban sus heridas de guerra. Fue levantado por el general romano Cecilio Metelo en el año 80 antes de Cristo durante la campaña contra el rebelde Sertorio y lo llamó Castra Caecilia.

El papamoscas procedente de África llega descansa en el Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Casi a sus pies luce, honrosa, la huerta de los Rebollo. Hasta ella acuden los amantes de la buena verdura, de las mejores hortalizas de la ciudad, también de los huevos que a diario ponen sus gallinas, que corretean por todos los ángulos del corral pero que se unen cual manada al ver llegar al forastero. A una de ellas, la clueca, le puso Alfonso siete huevos de pato que le había regalado un vecino y a los siete los empolló como una leona y los hizo sus hijos, aunque no hubieran salido de su vientre.

Al lado, las cabras de dos meses y medio, que miran soliviantadas porque no conocen nuestro olor ni nuestro aliento. Taciturnas, las pequeñas no se separan de la madre en este cuadrilátero de los milagros donde en armonía conviven patos, gallinas y cabras. Más allá, las burras Triana y Chari. Ay, La Chari, envejece con dignidad aunque ya no está para tirar del yugo ni del arado como hiciera de moza entre los bancales de patatas, pero posa radiante ante la cámara. Le acariciamos las orejas y le damos besos en el lomo.

Hay membrillos, pimientos, tomates, granadas que ya apuntan maneras porque saben que en otoño sangrará su dicha. Asoman las nueces que cargan los nogales al tiempo que el viento mueve sus hojas y dan sombra en un paraíso que un día debió estar tocado por la varita de los dioses.

Agua

El cauce que emana del Calerizo atraviesa la huerta de los Rebollo. Aún dibuja entre sus arrugas la belleza del pasado, cuando los jóvenes se bañaban cada verano y la vida se contaba bajo el junco y el agua cristalina hacía cabriolas en sus muslos y erizaba sus pezones. Entonces se nos ha venido a la mente el tuit que este jueves escribió Carlos Sánchez Franco en el que citaba un fragmento de ‘La muchacha de las bragas de oro’, de Juan Marsé: «Era como intentar relatar un olvido, como tratar de recobrar, al día siguiente de una borrachera atroz, un solo acto inteligente o sensato en medio del desorden o la vergüenza».

Recordamos a Marsé al constatar que todo es dejadez en el cauce del río de Cáceres, lleno de pedruscos y de cañas, de hojas secas, de toallitas envueltas en mierda, de latas de sardinas y Coca Cola, de mascarillas, de colillas que salen de los desagües y acaban ahogadas en el Marco como una danza de cadáveres. Es el disturbio, el oprobio después de la cogorza.

Agustín Rebollo pertenece a una de las estirpes de hortelanos más antiguas de la ciudad

Agustín salta la alambrada y se coloca en mitad del río sobre una piedra. A sus 71 años parece un soldado romano, el guerrero que lucha para salvar su legado del vertedero. «La Ribera nos duele», lanza como quejido. El día que a Cáceres entero le duela la Ribera será el día que la Ribera sane todas sus heridas, lama sus cicatrices como un niño lame la teta cuando el mundo acaba de parir.

Salvemos el Marco. Siquiera sea por todos los que como Agustín luchan y lucharon, por los que se dejan y dejaron la piel, los sudores, las contracturas de la espalda, las ampollas de los pies, los callos de las manos sosteniendo el palo de la azada. Los patos comienzan el cortejo mientras seguimos leyendo a Juan Marsé: «Sabemos que el olvido y la desmemoria forman parte de la estrategia del vivir». El papamoscas saborea el último mosquito. África ha llegado a la Ribera.