Estos días estamos asistiendo a uno de los espectáculos de la naturaleza , afortunadamente de carácter extraordinario, que nos conduce a hacernos preguntas sobre nuestros saberes, sobre la ciencia, las costumbres, los modos de vida y no podemos menos de interrogarnos por qué algunos hombres viven en lugares en los que el peligro de catástrofes es tan grande. Evidentemente algunos no habrán podido elegir el lugar en el que vivir pero otros, ya por su profesión ya por herencias del pasado, han optado por asentarse en estos lugares voluntariamente y suponemos que su día a día será tan descuidado respecto al desastre como el nuestro pues de lo contrario la vida se haría invivible.

Tan invivible como sería nuestra vida si no dejáramos de pensar en el peligro que nos acecha continuamente en cualquier parte en la que residamos porque todo cuanto nos puede suceder se debe a una sola causa: estamos vivos. Y no me refiero a los accidentes que puedan acaecerte fortuitamente de los que nadie está libre sino a que vivir es relacionarse en cada instante con algo extraño a nosotros, con lo que no somos y eso, como es natural, puede suponer una incompatibilidad de carácter más o menos grave.

El agua que bebemos, la comida que degustamos, ambas cosas imprescindibles, el camino a casa, la diversión y cuantos actos llevamos a cabo con la mayor despreocupación no están exentos de poner en peligro nuestra existencia al atacarnos en forma de virus, como estamos viendo, de infecciones, de intoxicaciones y envenenamientos. La vida es fuerte y sabe protegerse tanto por instinto como por sabiduría adquirida pero es frágil y corre el riesgo de ser atacada en cualquier momento. Afortunadamente hemos sabido aumentar el conocimiento de nosotros mismos y del medio que nos rodea y contamos con medios para protegernos más aún y por eso hemos sido capaces de aumentar espectacularmente la duración de la vida humana. O sea, que podemos seguir despreocupadamente gozando de la vida. 

* Profesor