El aliviadero es un camión del desperdicio, es el vertedero de residuos sólidos urbanos de la ciudad de Cáceres, que duerme de espaldas a la Ribera en su sueño narcótico, impasible, mientras el cauce sigue vapeando con insistencia disparatada ungüentos que son como drogas fatales. Hay hasta nueve; dos de ellos escupen permanentemente. Pero puede haber más porque el Marco es prácticamente inaccesible en algunos de sus tramos.

Hay arañas con el cuerpo, la cabeza y el abdomen supurando. Arañas de telas que han roto las lluvias y la ventisca. Y el tiempo pasa como sacudiendo de un tirón lo que fuera un paraíso y es como si no hubiese marcha atrás, como si de modo irremediable este lugar estuviera definitivamente alejado de la mano de los dioses. Frente al Palacio de Justicia, aguas abajo del viaducto que cruza la Ribera, se atisba una montaña de mierda. Siete días han pasado desde nuestro paseo del último sábado, y sin embargo aquí siguen las ratas, mascullando y sacando los colmillos entre toallitas y latas de Coca Cola Zero. Papel higiénico hecho bola marrón y condones que fueron testigo del amor, de tardes de siesta de buen sexo o de sexo a trompicones que han acabado en el contenedor verde del río de Cáceres.

Juan Ramos es uno de esos profesores imbatibles al desaliento. Cualquiera diría que estuviera chiflado por defender con tanta vehemencia y a estas alturas de la vida la recuperación de la Ribera. Pero él forma parte de la legión de invisibles que lucha por ser escuchada. Cuando todos miraban a la mina y salían a las calles o hacían chanza por el olvido de la ITV de un concejal acribillado en la plaza pública de la red, Juan y el resto de soldados como él continuaban sentados a los pies del riachuelo en espera de un milagro, como quien espera a su madre a la salida del colegio. Demasiadas ocupaciones, demasiada tinta, demasiado titular. Entonces suena Fito en nuestro auricular izquierdo que sale de la mochila: ‘Nos ocupamos del mar y tenemos dividida la tarea. Ella cuida de las olas, yo vigilo la marea. Es cansado, por eso al llegar la noche, ella descansa a mi lado y mis ojos en su costado’.

Imagen de una urraca. JOSE PEDRO JIMENEZ

Pero aquí nadie cuida de lo importante, ni de las olas, ni de las mareas, ni se dividen la tarea. Por eso al llegar la noche el Marco sigue destilando sangre entre el sendero inexplicable que mezcla las aguas de lluvia y las fecales y terminan estrangulando el cauce que por momentos deja de ser cristalino porque se pierde entre tanta basuraleza. ¿Qué pasaría si un día saltáramos por los aires, si el tapón lo desbordara todo, rompiera el colector, inundara las avenidas y corriera enloquecido por San Francisco sin respetar ni convento ni hospital? No habría fondos de contingencia suficientes para paliar el desastre natural ni para reparar el daño que eso supondría, también, para la historia de Cáceres.

La Ribera tiene en sus entrañas escenas cinematográficas de muchachos adictos a la gran pantalla. Uno de ellos acudía todos los jueves al Capitol. Vivía en Las Tenerías y eran muchos hermanos. Él, el mayor, ya tenía poderes para ir solo a la sesión. En la chaqueta guardaba la propaganda del cine que se repartía en cuartillas y allí venía toda la programación. Un día fue a ver ‘Matar a un ruiseñor’, una película en la que los hijos de un abogado sureño le plantaban cara a los prejuicios raciales cuando su padre defendió a un hombre negro inocente, acusado de haber violado a una mujer blanca. Al llegar a casa, él contaba y contaba las secuencias y su hermana se quedaba embobada envidiándolo, deseando hacerse mayor para algún día sentarse en una de aquellas butacas del Capitol.

Muy cerca de allí, donde hoy la urraca de inconfundible plumaje blanco y negro revolotea, vivía una mujer que al quedarse viuda se fue del pueblo a la ciudad después de vender la pequeña tierra que tenía. Se instaló en la Ribera de Curtidores y compró unas vacas, que ordeñaba a diario para ganarse el sustento. Cuchicheaban en el barrio sobre si estaba con este o con aquel, sobre si tenía uno u otro amante. ¿Y qué? Maldito deporte nacional ese del chisme que se juega en el estadio de la red. ¿Acaso no han chismeado con la muerte de Pablo Sierra, acaso no lo hicieron con la de Manuela Chavero

‘Por lo demás también hay labios en el extremo izquierda del domingo, lesiones en las dudas del mañana, pasados que regresan igual que una llamada de teléfono. ¿Y lo de ayer? Sonríe la memoria, cuando parece amiga del equipo contrario. Las verdades del área son rectas de dudosa geometría, como ardientes amores de ficción en manos de un penalti’, escribe Luis García Montero en ese libro que no hemos querido sacar del bolsillo hasta que pase el huracán, hasta que el viento arrastre la cochambre cuando mañana ya sea tarde.