El celofán acaricia como las alas. Pío pío y voletea, ‘como las alas de las hojas, como los ojos de las olas, como las hojas de los ojos, como las olas de las alas’, que diría Blas de Otero. Entonces, cuando no había covid ni confinamiento, ni opíparos lotes navideños. Entonces, cuando lo que había era miseria y las mesas eran humildes y la humildad era ley, siempre se ahorraba para la cesta de fruta escarchada que venía de Aragón envuelta precisamente en papel celofán, que luego se agarraba con las manos, y se estrujaba, y sonaba, y se escuchaban campanillas. Chas chas. Chasquido de milagro con sonido a Navidad porque el celofán era un lujo.

Ella tenía siete hijos y todos los años esperaba esa cesta que presidiría la mesa como un trofeo. Luego había que repartir entre los siete muchachos: tres peladillas, un polvorón, un cacho de turrón y unas almendras garrapiñadas para cada uno. Después, entre ellos hacían los canjes: «Me das una peladilla y te doy un polvorón, te daré una almendra si me entregas el turrón». Así una y otra vez, como una coral ceremoniosa entre los muchachos que a oídos de la madre era una bendición.

Todas las Navidades se sentaba junto a ellos una de sus tías, que procedía de Malpartida y no tenía dientes. Se aposentaba en la silla, donde le colocaban una palangana y un flotador porque padecía de hemorroides. Se llevaba a la boca el turrón duro y lo desmenuzaba con la lengua y con la encía en movimientos circulares, matemáticamente medidos. Tal era la precisión que siempre conseguía liberar la almendra; la guardaba en una servilleta y después la repartía entre los nietos.

Al término solían bajar a San Juan a escuchar la Misa del Gallo. Para entonces el tío Antonio ya estaba beodo, pues era costumbre que él y el resto de hombres de las Tenerías recorrieran con sus cánticos las calles desde por la mañana.

Las de la Ribera eran gentes de pocos posibles. Cuando llegaba Nochevieja si los más aventajados tenían infiernillo de petróleo no les faltaba la sopa de picadillo ni la merluza a la romana, algo de fiambre del mercado del Foro de los Balbos y las aceitunas que se habían cogido a primeros de diciembre, se endulzaban, se servían en tazones y luego se les echaba una pizca de sal.

Tras la cena, los adolescentes corrían como balas al guateque de la ‘señá’ Lucía y en casa, con los más pequeños, se alargaba el candil. Habían traído el pan caliente del Molino del Arco, también llamado de los Escribanillos, puesto que entonces había molinos harineros por decenas en la Ribera. También los hubo hidráulicos y de chocolate.

Ay, el Molino del Arco, tan hermoso, coqueto, casi diminuto, como salido de un cuento. Hoy da pena verlo. Es vergonzante que aquello que nos dio el pan ahora lo tengamos en el olvido, dejando que el tiempo pase, que su arco languidezca y poco a poco se convierta en polvo entre el fango y el lodo que sigue arrasando las aguas del Marco.

Suciedad en el cauce de la Ribera del Marco. JOSE PEDRO JIMENEZ

Las 12 campanadas, dom, dom, dom, habían sonado. En todas las mesas, las 12 uvas. En el plato de porcelana, con borde rojo o azul, reposaban los restos de la merluza que al día siguiente se calentaría en la comida de resaca después de madrugadas en las que se hizo el amor para festejar la entrada del Año Nuevo. Eran caricias que olían a panadería, a castañas, a suelas de zapatos pegajosas por el barro de las calles envuelto en Anís del Mono. Muslos y azabaches en la umbría de seda roja de la Ribera.

Ya acabada la fiesta había que volver al trabajo. Muchos de la Ribera lo hacían en la carbonería de Macario Jiménez Avilero, un hombre procedente de Plasenzuela que había fundado uno de los negocios más famosos que hubo en la capital. Tuvo en la Puerta de Mérida y en Antonio Hurtado unos establecimientos que se convirtieron en los mayores exportadores de carbón de Cáceres.

Macario comenzó alquilando una cochera que doña Joaquina Montenegro tenía muy cerca del Francisco de Sande, y allí puso su primera empresa. En ella se dedicaba a la venta del carbón, que compraba a productores cacereños, que también le servían cisco (pequeños pedazos de carbón vegetal) y picón (carbón vegetal muy menudo utilizado para los braseros). El negocio de Macario iba prosperando, de manera que poco a poco se fue independizando hasta convertirse en productor y mayorista.

Y allí se ganaban el jornal quienes al caer la tarde regresaban a la Ribera y paseaban junto al Molino del Arco y felices contemplaban a sus hijos jugando a los pies del manantial. Respiraban y soñaban, y al llegar a casa el celofán volvía a sonar, y siempre había fruta escarchada que llevarse a la boca y garrapiñadas con las que endulzar aquel tierno tiempo de Navidad que ya más nunca volverá.