"Me llamo Juan José Moreno Doncel para servirle a Dios y a usted». Entonces tenía tres años recién cumplidos y su madre, que sabía que era un niño despierto, le había llevado a la tienda del Requeté y le había puesto ante doña Paula, hija de Getulio Hernández, contable del negocio y también maestra y directora de las aulas femeninas y de párvulos del Madruelo. Juan José, nacido en 1952, recuerda aquella conversación en la que doña Paula le tanteó con algunas preguntas porque aún no tenía la edad. Finalmente entró en el colegio de Cáceres que tanto le marcó a él y a los miles de cacereños que pasaron por sus clases entre 1941 y finales de los 90. Al Madruelo le queda poco tiempo. Su estructura no resiste y avanza el concurso para su derribo. Será un museo del siglo XXI dedicado a instrumentos musicales y cerámica. Antes de su desaparición, este diario ha reunido a algunas generaciones que aprendieron la vida entre sus muros.

Visita del obispo Llopis Ivorra al recinto en el año 1958. CEDIDA POR JUAN JOSÉ DONCEL

«Fue la primera y única escuela de las gentes del arrabal cacereño. Caleros, hortelanos, zapateros, curtidores o lavanderas formaban aquel ‘cinturón jornalero’ desde el siglo XIV, donde no existía ninguna escuela pública para niños, que debían atender a otras tareas para su supervivencia», relata Fernando Jiménez Berrocal, cronista oficial y director del Archivo Histórico Municipal de Cáceres. Pero las inquietudes de la II República para luchar contra el analfabetismo, un grave problema que arrastraba la villa cacereña, recuerda Berrocal, deparó varios proyectos en la ciudad: el colegio Pablo Iglesias, la nueva Escuela Normal de Maestros, las escuelas unitarias de Aldea Moret y de la estación Arroyo-Malpartida, y por fin un grupo escolar en Tenerías, «que se inauguró el 24 de mayo de 1936».

Concebido para 450 alumnos, fue diseñado por el reconocido arquitecto municipal Ángel Pérez «sobre un terreno que el ayuntamiento compró en 1934 a los herederos de Victoriano Hurtado por 8.199 pesetas», detalla el cronista. Tenía un concepto novedoso, «aislado de otros recintos para facilitar la ventilación y la iluminación, duchas, comedor, sala de reconocimiento médico y biblioteca».

Alumnos del centro visitan el nuevo Seminario con don Galo en 1958. GRUPO ‘YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL MADRUELO’

Cosas de este país, apenas se estrenó como colegio. Dos meses después estalló la Guerra Civil y se usó como sede de la Jefatura Provincial de Milicias de la Falange y comedor de auxilio social. Retomó la docencia en el curso 1941/42, cambiando su primer nombre (Marcelino Domingo, ministro en la República) por el de Nuestra Señora de Guadalupe. No fue ni una cosa ni la otra, afirma Berrocal. Fue siempre El Madruelo, una palabra derivada por simplificación popular de ‘Maderuelo’, un molino levantado en el siglo XVII en la zona.

Desde el principio, sus clases no tuvieron clases. Allí estudiaban y jugaban sin diferencias los hijos de las familias sencillas (la pobreza hacía estragos tras la guerra) con otros más afortunados. Uno de los primeros alumnos fue José Sansón Rodríguez, nacido en 1945. La familia tuvo un bar en la calle Moros, luego se mudó a la Ronda del Carmen y finalmente al Refugio. Fue allí donde, con 11 o 12 años, dejó de acudir a la Escuela Normal para ir al Madruelo. «Entonces el colegio era diferente. Íbamos cuando podíamos porque muchos niños ayudábamos en casa. Aquello no extrañaba a nadie, la vida era así», relata.

Clase de doña Antonia tomada en el año 1971. GRUPO ‘YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL MADRUELO’

Pero a él le gustaba aprender y reconoce que sufría cuando tenía que faltar. «Mi hermana mayor ya no estaba en casa y yo había ocupado ese lugar, con otros cinco hermanos detrás. Mi padre era carpintero. A veces había que sujetar, barnizar…». Le seguía en edad Juan Jesús (luego titular del Mesón Extremeño) y juntos iban al Madruelo.

En realidad los profesores no solo hacían lo que podían, hacían mucho más por aquel alumnado. En eso coinciden todos los testimonios. «En mi memoria lo tengo como un sueño, nos trataban muy bien, había maestros muy entregados a la gente humilde». Allí aprendió José las cuatro grandes reglas de la vida, «sumar, restar, multiplicar y dividir», además de un nivel adecuado de lectura y de escritura. Eran todas las armas de aquellos chiquillos frente al mundo.

Corrían tiempos difíciles. El Madruelo repartía en el recreo la leche en polvo norteamericana. José y su hermano la echaban en sendas medidas generosas que conservaban desde que habían tenido una vaca. No se la tomaban. Corrían a casa para llevarla a su familia, a sus hermanos. Cuando regresaban, aquellas profesoras, conocedoras de lo ocurrido, volvían a echarles. «Eran personas muy agradables con unos escolares que carecíamos de muchas cosas».

Escolares de distintos grupos durante el recreo. GRUPO ‘YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL MADRUELO’

También les dejaban llevar al colegio un anafre improvisado en un bote de sardinas de kilo. «Le poníamos tres alambres y le hacíamos agujeros. Echábamos un poco de carbón o de leña y lo encendíamos dando vueltas. Eso nos permitía ponerlo debajo de los pies para calentarnos un poco. Y así, El Madruelo siempre olía a suela de goma quemada», sonríe José, que hoy vive a medio caballo entre la Cataluña que le dio la prosperidad como empresario de hostelería, y su Cáceres de siempre.

Volviendo atrás, allá por 1955, tras aquella breve entrevista con doña Paula, el pequeño Juan José Doncel también comenzó a acudir al Madruelo. Era el colegio de su barrio. Hijo de hortelano, había nacido en el número 19 de Villalobos, donde hoy tiene la satisfacción de seguir viviendo. Entró en párvulos. Recuerda que en un ala se situaban las cuatro aulas femeninas y en la otra las cuatro masculinas. En medio existía un gran salón donde se celebraban los actos colectivos del tipo ‘Con flores a María’. Debajo estaba el espléndido comedor.

El Madruelo tenía escolares de todo tipo. «Allí iban los alumnos de la parte antigua y calles colindantes, de San Marquino, de la mina de Valdeflores, de las fincas de la Montaña, de las chabolas de los mercheros en el cerro de la Buitrera, de las casas de los gitanos en Fuente Rocha. «Había una solidaridad tremenda y ninguna rivalidad. Estábamos integrados, jugábamos y si acaso nos peleábamos todos (risas). No vi un conflicto más allá de los líos entre niños», revela.

Si no eras adulto, la vida de los años 50 parecía divertida. «Dedicábamos el recreo a rescate, a la mosca burrera, a los bolindres y al juego más peligroso: comprábamos carburo, lo metíamos en un agujero con agua y lo tapábamos con el bote de la leche del recreo. Aquello empezaba a bullir y explotaba. No sé cómo no nos dejamos las manos».

Chavales juegan en el recreo sobre un suelo de tierra. GRUPO ‘YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL MADRUELO’

Juan José conserva muchos más recuerdos: los baños en el Marco (el colegio tenía piscina pero estaba tapada), los braseros que preparaba para los maestros la señora Isabel (vivía en el Madruelo), la pizarra con los pizarrines que portaban en la cartera, el bollo que llevaban por la tarde para abrazar los pedazos de queso de los americanos… Y sobre todo los maestros. «Con don Galo o don Saturnino aprendimos mucho», agradece.

Aprendieron tanto que Juan José, ya en su carrera de 32 años como periodista de Radio Nacional, bautizó aquella escuela como ‘Universidad del Madruelo’. «Me tocó la lotería en 1994 y junto con Boni Sánchez sacamos 250 camisetas con esa leyenda. Hoy solo me queda una», confiesa.

Planos de la construcción del edificio, diseñado por el reconocido Ángel Pérez. ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL

Antonio Infante era un poco más pequeño que José Sansón y Juan José. Nació a finales de 1952 y con 3 años ya estaba en esa universidad de la vida, primero con doña Sofía, luego con don Francisco y por supuesto con don Galo. Permaneció 8 años, una larga etapa que recuerda con nostalgia. «Es que yo he ido haciendo toda mi vida alrededor del Madruelo porque viví en Caleros, en Tenerías Altas, en Sande y frente al colegio, donde todavía sigo residiendo. Mis dos hijas también comenzaron allí su etapa escolar. Incluso instalé el taller de carpintería en Tenerías Bajas. El arraigo al barrio es mucho», reconoce.

Visita escolar al Teatro Romano de Mérida. GRUPO ‘YO TAMBIÉN ESTUDIÉ EN EL MADRUELO’

Nunca ha olvidado que «a los 5 años todos los alumnos sabíamos las tablas de multiplicar. Las cantábamos y aprendíamos con facilidad. Me sorprende que hoy los escolares lleven otro ritmo». También destaca una diferencia importante: «Teníamos un gran respeto por los maestros». Una educación que estaba por encima de la falta de recursos. «Recuerdo mucha pobreza entre los niños. Muchos improvisaban un bote vacío con un asa que le ponía el hojalatero para recibir la leche del recreo, otros llevaban los pantalones remedados con culeras para aprovecharlos todo lo posible, y abundaban las zapatillas de tela con suela de esparto», detalla. Junto a las carteras de piel, las había de tela o apañadas de cualquier modo. Pero no se manifestaban las diferencias entre ellos, «ni lo pensábamos siquiera».

Antonio tuvo la suerte de poder seguir estudiando en las Damas Apostólicas. Luego se embarcó en la carpintería, como su padre, un trabajo del que ha vivido toda su vida. Cuando nacieron sus hijas no dudó en enviarlas los primeros años al Madruelo, luego pasaron al Paideuterion y a la universidad. «Ellas guardan un recuerdo muy bonito, la mayor tiene bastante pena de no poder hacer una última visita antes de que lo derriben», reconoce.

Y es que el cariño por el Madruelo no entiende de generaciones. La última que se formó entre sus paredes fue la de Andrés Jiménez Gironda, nacido en 1990. «Vivo muy cerca y era el colegio ideal para hacer preescolar, porque íbamos los chavales de la zona de Santiago, del Picadero, de Fuente Concejo, Caleros, Tenerías…». La etapa de Andrés coincidió con la fuerte rehabilitación de casas en el casco histórico, cuando llegaron nueva familias que dieron gran vida al centro.

Andrés Jiménez, en su regreso al recinto donde comenzó su vida escolar. SILVIA SANCHEZ FERNANDEZ

«Era un sitio muy jovial, muy entrañable. Para muchos vecinos de la zona supuso nuestra primera experiencia educativa en un ambiente agradable, familiar... Los padres se conocían y se relacionaban, la proximidad del colegio favorecía la convivencia». Andrés no se ha olvidado del patio que ahora es un parking, ni de las semillas que plantaban junto al Marco. «Sin duda, una época muy feliz».

Muchos alumnos se reencontraron más tarde en el Paideuterion. Por entonces la vieja escuela ya tenía firmado su cierre como colegio (luego vivió una corta y última etapa como centro de FP). Andrés, tras largos años estudiando y trabajando en Madrid, vuelve a frecuentar Cáceres «y he visto otra vez el Madruelo, que siempre evoca la infancia, los primeros recuerdos: el olor a papel, el baby, el pegamento…». Él lo tiene claro: «Cuando creces, tomas conciencia de la suerte que has tenido de haber estudiado en tu propio barrio».