Dejando atrás Fuente Concejo el camino guía hacia la Ronda de Fuente Rocha: un embudo de coches y tubos de escape que parte en dos la unión de la Ribera con la Montaña de forma incomprensible. En dirección a la carretera de Trujillo, justo a la izquierda, una puerta de piedra se sostiene milagrosamente sobre la acera. En épocas de abundancia fue la entrada principal a la finca donde estaba el lavadero al que acudían las lavanderas, justo al otro lado del puente. Un oprobio más que atornilla la desolación y deja poco hueco al homenaje y al respeto que debería tenerse por la historia de Cáceres.

El antiguo acceso al lavadero de Concejo. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

En la mañana de sábado hay hortelanos trabajando en sus huertas y huele a naranja en la hora en que los frutales parecen un altar sobre un penacho, extendiendo la limpia fragancia de sus brazos mientras las tórtolas besan el río con sus alas.

Donde comienza la ronda de Vadillo hay una calleja que comunica con el barrio de las Tenerías y con los caminos que iban hacia Valdeflores, en dirección a la Fuente del Corcho y a los olivares donde los cacereños se ganaban con dignidad el pan de cada día. Una calle sin nombre que a lo lejos parece uno de esos óleos sobre lienzo de Martínez Terrón, luminoso y sereno, evocando la llegada de una primavera que ya no disimula para hacerse paso.

Al lado, una pared con un cartel epitafio pintado a mano: ‘Se venden naves-todo’, un todo que muerde las entrañas, y un número de teléfono junto a un grafiti inmenso firmado por ‘Gatoslokos’. Antaño, el lugar, donde había una vivienda, tenía vacas. Está junto a las naves de la Eléctrica que se trasladó a la Ribera cuando se desataron las quejas porque los primeros motores de la luz de la ciudad, instalados en el solar que hoy es la Sala Capitol, provocaban mucho ruido y no dejaban descansar al vecindario. Es lo que hay. Muros y alambradas que crean frontera, que son el espejo de la dejadez por el paso del tiempo, que no protegen este entorno, origen de la vida.

Se venden naves-todo. MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

La calleja sin nombre tuvo una solicitud de la Asociación Amigos de la Ribera para que sirviera como homenaje a algún hortelano. Sigue oculta pese a que su vereda vivió ‘la más bella historia de amor que tuvo y tendrá’. Su carta ‘se la llevó el viento pintada en su voz, a ninguna parte, a ningún buzón’, como cantaba Serrat en aquella vieja radio que el matrimonio tenía sobre la mesa camilla cubierta por un tapete de ganchillo que parecía un prado verde bajo el sauce. Ya casi entrando en el pasillo de la senectud, con el sonido de los primeros acordes, se amarraban entre besos, flujos y fluidos, y terminaban en la cama de la alcoba haciendo cada noche credo de la concupiscencia.

Se conocieron 40 años atrás el día que ambos, por separado, fueron invitados a una boda muy grande porque se casaba una de la familia de Las Herederas, de las que se decía que habían recibido una herencia y que solo podrían disfrutar de ella en vida. Aquel convite lo organizó Edmundo Cordero, un empresario pionero que tenía vacas de leche y que fundó la Central Lechera de la avenida de Alemania (que fue un fracaso porque la cooperativa, de la que también formó parte Domingo Martín-Javato, no funcionó). Edmundo montó luego en Sánchez Garrido un bar que se llamaba La Sultana. Era, a su vez, abastecedor del Círculo de Artesanos, que estaba en la plaza Mayor y al que acudía la clase media de la capital.

Edmundo Cordero

Cuando le pidieron a Edmundo que organizara la boda, echó un vistazo por la plaza del Doctor Durán (que en sus orígenes también se llamó del Sol) y se topó con el Palacio del Marqués de Monroy, que es la sede actual de la Cámara de Comercio. En el siglo XIX ese edificio albergó una posada y luego la Delegación de Hacienda. Edmundo encontró el inmueble vacío, habló con la propiedad y allí organizó la boda de Las Herederas, que fue un éxito. La casa, situada junto a la hojalatería y la pescadería de Jaime Zaragoza (hoy de los Salgado), tenía unos salones preciosos y un gran patio, así que Edmundo decidió establecer allí su negocio y bautizarlo con el nombre de El Mercantil. Era 25 de enero de 1931.

El flechazo de la pareja fue eterno. Pertenecían a esos hijos de la Ribera que no emigraron porque encontraron trabajos estables: electricistas, fontaneros, carpinteros, mecánicos o conductores de camiones. Él trabajaba fuera, ella lo hacía dentro, gestionando el sueldo del marido, a bordo de la intendencia, con la matanza, las roscas, la costura, el patio primoroso, la huerta atendida; sacando a los hijos adelante: los hizo policías urbanos; un orgullo ver a sus polluelos consiguiendo los logros que ellos no pudieron alcanzar. La pareja se amó hasta el final de sus días, sin reproches, ni atajos, ni ataduras.

Su mujer partió. Y él miraba al cielo las tardes en las que del transistor salía la voz de Bambino. Procuraba olvidarla siguiendo la ruta de un pájaro herido, haciendo en el día mil cosas distintas, llegando a la noche apenas sin vida, viendo la casa sola y callada, perdido y sin ella, en la calle sin nombre; herido de ausencia, roto de dolor.