JOSÉ LUIS HINOJAL REMEMORA LOS NOMBRES Y SUCESOS DEL PASADO CACEREÑO RELACIONADOS CON RITUALES Y MAGIA

Cáceres: hechiceras, conjuros y 'quereles'

La Chata, La Aragonesa, La Casareña o Marizápalos, curanderas, alcahuetas y hechiceras, han pasado a la historia cacereña, algunas respetadas por un pueblo que debía recurrir a sus brebajes para remediar sus males

‘El aquelarre’, óleo sobre lienzo de Francisco de Goya (1797-1798).

‘El aquelarre’, óleo sobre lienzo de Francisco de Goya (1797-1798). / a

Fueron las tierras cacereñas zona de hechiceras y curanderas, que no brujas, porque ni organizaban aquelarres ni establecían pactos con el diablo. En estos lares se las llamaba ‘viejas’ por sus conocimientos ancestrales, y a diferencias de otros territorios se las tenía en principio bastante consideración. Tampoco había más remedio. Salvo en la villa de Cáceres, el resto de pueblos carecían de médicos y la población sólo podía acudir a ellas para lograr ungüentos y bebedizos contra los males de salud. Existían diferencias: «las curanderas aplicaban un conocimiento heredado de siglos sobre las propiedades de la plantas. Las hechiceras utilizaban muchos de esos ingredientes, pero solían añadir restos de animales y además empleaban la magia para dotar de más poder a sus pócimas».

Así lo explica el psicólogo José Luis Hinojal, autor de varios libros, que lleva décadas investigando los testimonios reales conservados en archivos y sentencias sobre estas mujeres. Algunas de sus referencias se remontan al siglo XVI, a través de los documentos de la Santa Inquisición, que perseguía tanto a curanderas como hechiceras y las obligaba a autoconfesarse como brujas. Algunas acababan inventando pactos inexistentes con el mismo demonio con tal de librarse del potro de tortura.

«Cierto es que el Tribunal de la Inquisición de Llerena, al que correspondía todo este territorio, no quemó a ninguna en vida, pero la condena era de 200 latigazos, destierro y llevar el sambenito de por vida e incluso más allá, porque al morir, estas prendas se colgaban en los templos como señal de que todos sus descendientes estaban igualmente proscritos», recuerda el investigador.

Señalada y condenada

Ellas preferían estar en el anonimato, pero algunos sucesos dejaron sus nombres escritos en la historia. Así ocurrió en 1653 en la villa de Cáceres con las hechiceras Isabel Pérez ‘La Chata’ y Catalina Bravo (aprendiz de la primera). La Chata adquirió pronto bastante oficio y seguramente por eso recurrió a ella el noble Álvaro de Ulloa, cuando su mujer, Mariana de Godoy, enfermó gravemente. «En realidad padecía fiebres tercianas y aunque los médicos conocían el remedio, que era la quinina o ‘chinchona’, estaba prohibido por la Iglesia al ser un producto que se conseguía en las Indias mediando ciertos rituales. Mucha gente murió sin poder curarse porque los médicos se exponían a la excomunión», relata José Luis Hinojal, quien revela muchas de estas historias en sus Rutas Misteriosas por la Ciudad Monumental.

José Luis Hinojal.

José Luis Hinojal. / fg

«El Tribunal de la Inquisición de Llerena no quemó a ninguna de ellas en vida, pero sí hubo torturas»

JOSÉ LUIS HINOJAL

— Investigador

La Chata entró en la casa como criada para guardar las formas. Le dio bebedizos y pócimas, pero Mariana de Godoy murió el 18 de noviembre de 1653. «El marido la acabó acusando de haberla matado por artes de hechicería». La Inquisición encarceló a La Chata y a Catalina. La segunda salió mejor parada, pero la primera se llevó 200 latigazos, el destierro y el sambenito.

Por documentos rescatados de la época, José Luis Hinojal considera que «entre los preparados que La Chata dio a la enferma estaba la pócima hecha a través de conjuros con testículos de gallo secados al sol, machacados y mezclados con un cordial (agua destilada) de flores de la planta ‘Centaura Menor’, y otros ingredientes para simular su amargor como anís o hierba luisa». Era un remedio contra las tercianas, pero había otros de carácter más ritual, «como meter cabellos en un cuenco de aceite, que la hechicera arrojaba de espaldas al Arroyo de la Madre y debía caer al agua».

Tuvieron que pasar algunos siglos, hasta el final de la Inquisición en 1834, para que el nombre de estas mujeres comenzara a escucharse más abiertamente en las tierras de Cáceres. Seguían teniendo un poco de curanderas, de alcahuetas, de hechiceras..., pero algunas ya en el siglo XIX sí desarrollaron malas artes y ejercieron su oficio con fines oscuros. «Eran los tiempos de La Marenga, de la tía Freja y de Inés ‘la Picha’, que obraba más en la zona de Arroyo de la Luz».

La Aragonesa, por ejemplo, protagonizó un asunto bastante peliagudo con una joven un tanto ingenua. «Se llamaba Mónica Rega y contrató a La Aragonesa, casada con el Tío Lagaña, que tenía las mismas artes, para que la enseñaran a ejercer de bruja. Cuando ya le habían sacado todo el dinero y no le podían contar mucho más, le dieron un mejunje para que lo tomara esa noche, se montara en una escoba y echara a volar», relata el investigador. Mónica Rega se desnudó, se untó el cuerpo de aceites, se tomó el brebaje, se tiró por la ventana…, y se rompió las piernas.

El mal de ojos de La Marizápalos

Una de las más temidas fue La Marizápalos, así referida por el historiador Publio Hurtado y por las gentes de la época. Se llamaba Dolores Sánchez, «una hechicera de corte brujeril que oficiaba preferentemente en Navas del Madroño». Cuentan que tenía amenazado a medio pueblo: quien se negaba a sus presiones recibía un mal de ojo. Dicen que así le ocurrió a una tal Celestina, muerta por no pagarle 50 reales.

Un día de 1846 la contrató una vecina, Antonia Moreno, aquejada de fuertes dolores de intestino. La Marizápalos le dio una pócima, «una especie de zumo de aceituna mezclado con hojas y raíces de estramonio, conocida como la hierba del diablo y hoy prohibida por sus sustancias alucinógenas», describe Hinojal. Además del estramonio, que se usaba frecuentemente en estas tierras, Dolores Sánchez empleaba por ejemplo el pus de las verrugas de los escuerzos.

Antonia se curó pero debía seguir tomando el preparado y aquello le empezó a provocar alucinaciones. Una noche se despertó sintiendo cómo los bichos corrían bajo su piel y vio a La Marizápalos reptando en su alcoba. A las voces de terror acudió su marido, José Cid, convencido de que su mujer veía lo que decía. «Aguardó a Dolores Sánchez en su puerta y cuando salió de casa por la mañana, la degolló con una navaja matancera», cuenta José Luis Hinojal, que recoge la sentencia de la Audiencia. El hombre fue condenado a morir en el garrote vil en abril de 1847, «si bien Isabel II le condonó la pena por una inferior».

Pero la que infundía verdadero terror era Ana ‘la Casareña’, tenida completamente por bruja. Algunos mayores de hoy todavía recuerdan cómo sus abuelos les instaban a irse a la cama de noche para que no se los llevara semejante personaje. Ejerció su oficio a mediados del siglo XIX. «Parece ser que en los años siguientes a la apertura del cementerio actual, se profanaban las tumbas de los niños enterrados el día anterior, que aparecían con el pecho abierto y sin órganos». El pueblo lo achacaba a los ‘sacamantecas’ o ‘cortasebos’, pero se empezó a sospechar seriamente de La Casareña. Nunca pudo demostrarse, aunque se sabe que entonces las hechiceras elaboraban pócimas, jabones y cremas con las entrañas de los muertos, a través de conjuros, para rejuvenecer la piel e incluso curar la tuberculosis, remedios bien pagados por quienes podían.

Estas mujeres también fabricaban unos ungüentos denominados ‘quereles’, prosigue José Luis Hinojal. Los compraban quienes querían que alguien cayera rendido de amor. Uno de ellos consistía en conseguir huesos de ahorcado o de infantes muertos en luna creciente para machacarlos con piel de lagarto, con tripas de escuerzo y con un cordial. Se embadurnaban la mano y creían que solo bastaba con tocar cualquier parte de la otra persona para que su amor se manifestase.

«Otros se creaban con penes de liebre, sangre menstrual o chocolate». Algunos de los practicados en estas tierras no necesitaba ninguna hechicera: bastaba con mezclar uñas de pies y manos, quemarlas con cabellos, mezclar las cenizas con sangre «y echar todo en el vino de la persona amada».

Existían en Cáceres otros conjuros destinados a mantener a la pareja dormida para disfrutar por las noches de un amante (a base de un ritual que facilitaban estas hechiceras); o bien el conjuro del ‘ánima sola’ para lograr los favores del ser amado; o los preparados de verbasco que ahuyentaban a los espectros, corujas o lobisomes; incluso ritos como el que garantizaba que, dejando una vela y cuatro reales en el umbral, no entraban en las casas ningún alma condenada, bastante practicado en la parte antigua de Cáceres.