El resultado de la amalgama de medios con las que ha rodado el director estadounidense Brian de Palma su última película es, como siempre en él, provocativo: la reflexión sobre la (in)capacidad del cine para reproducir lo innombrable de la guerra se reescribe sobre la piel de un mensaje que arde en deseos de incendiar salas e informes secretos. Poco amigo de sutilezas, De Palma no se cansa de repetir que los americanos no deberían haberse metido en camisas de once varas. Para una película así, filmar es un gesto necesario; es, en fin, un acto político.