Inmersos en esta profunda noche oscura, aunque aparecerá el sol, el Chinche y el Nevado están cerrados. Desde el alba (al alba, al alba) hasta el anochecer. Eso, es un síncope. Porque Ángel y Michel son eslabones de una cadena que genera valor, eso que los economistas llaman capital humano y que el confinamiento no puede destruir; de su recuperación después dependerá la de todos. Las casas, las calles y plazas, los bares de Mérida siguen ahí, no se han caído; nosotros tampoco.

Los bares, pequeñas empresas productivas y lugares para conversar tendrán que adaptarse después a la nueva situación, no nos quedará otra. Y estoy seguro que estos dos lo harán, son gente seria y predecible, lo que genera desgracias es la incertidumbre. Por si fuera poco, Pelín anda como escondido pensando que lo confundan con sábana e intenten aprovecharlo para mascarilla. Me mentalizo, diciéndome: “Tranquilo, tranquilo, tranquilo” pues habitualmente llevo bien envejecer pero esta lucha de atrapar el Carpe diem (quam mínimum crédula postero) manteniendo los pies lejos de la tasca, las manos lejos del aperitivo y la cara lejos de la barra ha hecho que mi casa se convierta en una iglesia donde intento descubrir que sólo desde lo alto se ve mejor el camino a seguir, que éste es buen desafío al que enfrentarse en la vida y que, por muchos planes que hagas, sólo eres lo que te sucede, lo importante no es dónde se está sino la dirección en que se camina. “Sí, sí, sí”. Bien mirado, se puede vivir libre y confinado en esta situación que, a mí, no me ha quitado ni la libertad, ni la casa donde habito, ni el agua que bebo, ni el Dios en el que creo. Ni las oraciones que rezo, para dar gracias. Gracias por ver a Jorge, peligrosamente armado con un violín “zum, zum, zum”. Siendo alegre nos hace felices a los demás.

Gracias por Iria, la recién nacida hija de Inma y Antonio. La vida que comienza. “Gracias, gracias, gracias”.

Y que no me baje la tensión, no me vaya a dar una lipotimia en el ánimo.