Con la gente que me gusta he estado cerca de una semanita a gastos pagos y pensión completa en una especie de hotel de la cadena pública SES y aunque otro día les hablaré de la impresionante calidad humana y profesional del personal de una de sus plantas (Traumatología) hoy voy por otro lado y les abro mi corazón y mi miedo para contarles cómo afronté esa sala misteriosa y luminosa que llaman quirófano. Antes, una aclaración: la gente que me gusta estaba fuera y lejos y yo dentro, solo con el faro de mi vida. 

Por mucho que digan entrar en quirófano tiene su aquel. Aunque las anestesistas (todas mujeres) sean amables, eficientes y tremendamente profesionales, uno… tiene frío. Como Faulkner yo también temía más lo que me podría sobrevenir que lo que padecía (una cojera, por resumir) y sientes la sensación de «verás cómo esto lo tengo que contar vía celestial» aunque, lo he vuelto a comprobar, la fe favorece la convivencia, el optimismo y aleja el qué dirán. 

Me pusieron sobre una camita estrecha, fría y metálica y encima un foco que me pareció luna de primavera que embelesaba. «¡Empezamos bien!», me dije mientras musitaba la idea de, ya puestos, aprovechar el quirófano y el tiempo saliendo con ganas de hacer la vida mejor a los que me rodean (la gente que me gusta) y preguntarme en plan profundo sobre el sentido de la vida. Así de trascendente estaba la cosa y, mientras, ligero de equipaje y de bata in puribus pensaba en que cuando me pusieran la sonda dudarían de que con ‘eso’ hubiera engendrado tantos hijos. Pero están acostumbradas. 

Margarita Yourcenar pone en boca de Adriano que «cada momento de felicidad es una obra maestra» y aquella gente de quirófano tiene un componente humano excepcional. Porque los humanos necesitamos vernos, abrazarnos, escucharnos, sentirnos estimados para comprobar que la vida no es mera supervivencia. Estaba en el quirófano aquí y en el más allá. Allí mismo me entraron ganas de cantar, claro que si yo cantase la Sierra Carija se pondría a bailar. Y las anestesistas, a reír (más).