En mi atalaya

Pongamos que hablo de Chema Postigo desde Mérida

Chema Postigo.

Chema Postigo. / Instagram

Rafael Angulo

Rafael Angulo

No sé si alguno de ustedes, estimados y solitarios lectores, ha tenido la fortuna de encontrarse en su vida con un personaje extraordinario, alguien que por su carácter, forma de ser, maneras de hacer, dejase huella indeleble en alma, vida, corazón y, pasados los años, llegadas las canas, ese recuerdo se fuera acrecentando hasta límites seráficos. Yo, sí. Y supongo que Dios me pedirá cuenta de ello, mucho me temo que en juicio público, donde no vean la vergüenza que voy a pasar. Ese héroe de mi vida se llamaba, se llama, Chema Postigo y lo conocí en Pamplona a mediados de los 70. Desde entonces fuimos amigos y algo más, mucho más que eso, no solo por nuestra común pertenencia al Opus Dei, que ya sería bastante, sino por momentos compartidos, buenos y regulares, alegrías, dolores, momentos duros (muy duros familiarmente, peores empresarialmente) y penas, nunca tristezas que, como Chema bien sabía, es aliada del enemigo. No fue el suyo un camino de rosas, pero nunca perdió el horizonte, la meta, el camino. Chema ya venía bueno de fábrica, no me pregunten por qué, pero apuntaba maneras, excelentes maneras, desde muy pequeñito. Con naturalidad, sencillez y normalidad, cristiano corriente. 

Al poco de conocerle, recién llegado de Cantimpalos, me regaló unas zapatillas de lona Adidas (estamos hablando de 1976) entonces objeto de lujo, que su padre había traído de Canarias; «toma, te vendrán bien» me dijo, sin más explicaciones, en los alrededores del Colegio Mayor Aralar donde los dos parábamos de vez en cuando. Imbécil de mí, tardé tiempo en saber que las zapatillas se las habían traído a él. Porque esa característica de Chema le acompañó toda la vida, corta, intensa, fructífera: la generosidad y, en paralelo, la disponibilidad: «¿Oye Chema, te vendrías a un Curso de Orientación Familiar a Mérida…? ¿Cuándo? Ah, puedo, cuenta conmigo». Llegaba y al preguntarle qué tal por casa, decía: «Rosa está a punto de dar a luz». Y el tío venía a Mérida, al culo del mundo civilizado, como si tal cosa. Lo de dar a luz Rosa tampoco era novedad, teniendo en cuenta que mi Chema (y su Rosa) tuvieron 18 hijos, en circunstancias admirables, divinas (y no exagero). «¿Oye Chema, me dejas la casita de Torreciudad que nos vamos en carnavales con la familia de Carlos?» Sin problema, habla con Rosa y si está libre, para vosotros. Y así, todas. Y que no se te ocurriera darle las gracias por dejarte la casa, que era capaz de mirarte como diciendo: ¿Qué esperabas? Algo parecido me dijo su hija Carmina cuando me salió del alma decirle que tenía unos padres admirables. «Pues, que esperabas». Carmina comparte con Chema, hoy, ahora, el banquillo celestial. Cualquier cosa buena se podía esperar de Chema, hasta que dejó de jugarlas aquí, en estos campos de juego, porque el entrenador supremo decidió dar la razón a quienes a veces pensamos que siempre se van los mejores. En este caso el mejor. Aunque bien mirado, por parte de arriba, quizá quisiera, como los entrenadores que al futbolista que ha hecho un partidazo lo cambian antes de que termine el partido, para que reciba el aplauso unánime de quienes lo tratamos, y por eso lo sustituye antes del tiempo reglamentario (¿reglamentario para quién?)

A Chema con toda justicia puedo decirle, se lo digo cada día, «Gracias, Perdón, Ayúdame más". Gracias por todo lo que has supuesto en mi vida, perdón cuando no estuve a la altura (después hablamos, ahora tengo prisa) y, por favor, sigue ayudándome más. Era octubre cuando con Carlos (otra vez, Carlos) lo acompañamos desde Mérida a Sevilla a ver a una de sus hermanas, también enferma entonces, el viaje fue de grana y oro sobre todo cuando días después Carlos recibió en casa los libros de los que habían hablado, como de pasada, durante el trayecto y a mí me llamó diciéndome como encomendaba un percance profesional que atisbaba tenía en la Asamblea, donde trabajaba entonces. Todo, como María, lo había guardado Chema en su corazón. En febrero, me vino a decir adiós con el corazón porque sabía que en la tierra tenía sus amigos contados. Como éramos muchos invirtió tiempo, ganas y oraciones en decirnos hasta luego. Chema supo vivir y supo morir. Supo lo que tenía y pese a ello lo afrontó con serenidad… preocupación y pena que es compatible, aunque duela. «Qué bueno es Dios», decía convencido y dolorido. Por eso les recomiendo que este martes, 6 de marzo, aniversario de su ausencia, se dirijan a él, desatanudos admirable, para pedirle toda clase de ayuda. Funciona, vaya que si funciona.