La calle es una feria. Es la misma calle del ‘Pichi’, de aquellos pepinillos con anchoas y Toto Estirado vendiendo cuadros y pidiendo que le invitaras a una cerveza. Y tú, que llevabas contadas las monedas en el vaquero y los ducados asomando del bolsillo de atrás, renunciabas a la segunda, le pasabas el paquete, la caja de cerillas y le prometías que el viernes siguiente te llevarías una de sus pinturas. La mía cuelga sobre el piano. Y desde allí ha presenciado, con cara de póker, estos más de treinta años.

Ahora se fuma fuera. Sin recordar, sin saber siquiera que, antes, cuando volvíamos a casa, el humo iba impreso en el gesto, en el deje balbuceante, en el traspiés, en el pelo que se besaba para desenredar las buenas noches. Y también se bebe fuera del supermercado directamente a su boca, oiga. Desde la tienda de la esquina va recebándose la sed siempre insatisfecha de las aceras. Como las ganas de encuentro, de atronarse haciendo oídos sordos a las penas, de poca luz para verse, por dentro, y rozarse, tamborileando la música que sobre sus rodillas, después sobre las de ella, les alimenta. Traspasar la puerta, negra, y estallar. La risa, las confidencias a gritos alojadas en tu oreja para que no salgan y no las alcance nadie. Solo para ti. Mi niña. Carcajadas de gusto. Gusto por la canción que suena y que tararean los botellines chocando.

Por nosotras. Otro brindis más, más allá otro en la esquina, otros muchos. Incluso de quien, solo, levanta la copa mirándonos como si fuera un caballero que se toca el ala de su sombrero, a modo de saludo. Sin conocerlo. Sin importar, en esta reunión de gatos pardos, si es, si fue, si será. Pasa la hora fijada y todos parecen saberlo, nadie es puntual salvo la noche. De repente, como si un código morse que traspasa las calles y el aire de los garitos hubiera dado el aviso, se llenan los asientos, los rincones, la barra acodada, el suelo que rodea el escenario, de nuestros hijos, que salieron de casa sin cenar y con hambre. Es miércoles y ‘Micro abierto’. Un silencio respetuoso da el relevo a los que van subiendo a recitar, cantar, tocar el ukelele o marcar el ritmo con sus guitarras. Se aplauden, comentan, debaten con un profundo respeto y una alegría de aprender, de compartir, que ilumina esta oscuridad buscada, cegándome como el flash de una cámara. Y aun así reconozco, bajo las barbas, las espaldas anchas, las ondas de su melena, el carmín violeta de los labios, los ojos de los niños que fueron, y admiro cómo han crecido, relamiéndome los bigotes de gata parda. Salgo, sola, y El Mercantil se aleja. Se cierra. Empaqueta los bártulos, baja la persiana, guardándose para sí los restos de muchos, historias que quizá, dentro de treinta años, alguien desembale para contarlas en otra columna. Otra madrugada.