Siempre quise vivir en una plaza. Finalmente lo he conseguido: desde hace dos lustros vivo en la plaza de Noruega, una recoleta y redonda placita peatonal al comienzo de Fratres. Pero como suele ocurrir, los sueños nos los pintarrajea la realidad con sus grises brochazos a las primeras de cambio. Alguien recordará cómo hace años, cuando este barrio de Fratres estaba abandonado de la mano de los gobernantes, los vecinos organizamos espontáneamente una protesta por el estado lamentable de nuestras calles, plazas y entonces escasos jardines (más bien adoquines ) y, pertrechados con rastrillos, escobones y cogedores, limpiamos nuestro barrio, llenando decenas de sacos de basura.

Aunque algo han cambiado las cosas, no es menos verdad que lo que se nos antojaba una vida placentera y tranquila en el centro de Cáceres aún tiene muchas deficiencias: en sus jardines y plantas, en su circulación vial, en su limpieza, en su vigilancia, etcétera, deficiencias que harían enrojecer por discriminación positiva a otros barrios más jóvenes y periféricos, que parecen haber nacido con un pan bajo el brazo.

Pero volvamos a mi plaza. Desde hace tiempo se ha convertido en lugar de encuentro y esparcimiento de grupos de jóvenes, que pasean a sus perros, hacen botellón y parece que vieran pasar la vida como los protagonistas de Los lunes al sol . Esto estaría muy bien si no acarreara los efectos secundarios que estas cosas acarrean. Fundamentalmente me referiré a un efecto que raya en la insalubridad para quienes queremos vivir sencillamente en paz. Estos jóvenes -+han convertido en particular urinario las escaleras que comunican la calle Gran Bretaña y la plaza de Noruega, imagino que por ser un lugar recoleto, aunque sea obviamente un lugar de paso.

Como la vigilancia es nula, cuando no sospechosamente negligente, y la impunidad mayor, estas escaleras escurren orín todos los días, humedeciendo escandalosamente el supuesto cartel de barrio céntrico que tenemos. La otra noche, al volver de cenar con unos amigos, ya de madrugada, solitario el lugar, tuve que bajar las citadas escaleras y el orín corría por ellas hasta el centro de la plaza. No pude evitar recordar la andanada que hace aproximadamente 10 años nos dedicó Muñoz Molina en su artículo fijo de El País , cuando hablaba del muladar de la plaza mayor, ante el bochornoso espectáculo de la movida cacereña en el corazón del patrimonio de la humanidad. Sin embargo, para mí esta placita es también patrimonio de la humanidad (a duras penas también ciudadanía) que en ella vive y por ella pasa y pasea. Ahora pienso, ya sin remedio: ¡en la maldita hora que nos quitaron el pipicán!