Cáceres es una de las ciudades donde sales a tomar cañas y vinos, y comes sin haber comido. Un aperitivo obsequiado entre vivo y vino, y el que tenga el saque estrecho va aviado sin pasar por mesa y mantel. Habría que indagar en el pasado para saber quien fue el tabernero que puso el primer aperitivo por la cara, e inició, en esta, nuestra ciudad con aspiraciones culturetas, la costumbre del boquerón nadando en aceite de oliva en plato de chapa o la morcilla arroyana espetada con palillo, cabrada --caliente a rabiar-- en boca.

Y es que Cáceres es una ciudad calladita y coquetona --amen de esos pintarrajos de aerosol que la desmaquillan-- que se metió hace tiempo de lleno en la costumbre del aperitivo de guagua. Y bien sabemos apreciarlo los que viajamos a ciudades donde se paga hasta la oliva del vermú.

Dice el octogenario escritor don Eliseo García, que al parecer la idea surgió por culpa de una triste aceituna, que un tabernero dejó caer por accidente en el chato de vino de un asiduo a su taberna, quien la tomó entre los dedos y se la llevó a la boca sin miramientos. Algo que observó con recelo otro parroquiano, quien amparándose en su derecho a la igualdad, exigió una aceituna ni más pequeña ni más grande que la de su vecino de barra, a lo que el tabernero, por miedo a peder su gasto de perra chica diaria en vino, accedió a regañadientes.

Pero se vio obligado a hacer lo mismo con el resto de los parroquianos; y no sólo ese día, sino los sucesivos. Y viendo este hombre que con el señuelo de la aceituna los bebedores aumentaban un poco la dosis, él, aumentó la ración de olivas para incrementar aun más la solicitud de morapio. Aquel añadido culinario extra al chateo trascendió a otras tabernas y comenzó el libre mercado del aperitivo obsequiado, que hoy en día está más vigente que nunca, hasta el punto que en la mayoría de los bares de ahora te dan a elegir entre una variedad determinada de viandas.

Y hasta el punto, para quebranto de los hosteleros, que algunos clientes creen tener un derecho interminable a ser obsequiados con aperitivos varios y marean en exceso a los camareros con sus exigencias. Y todo por culpa del tabernero que regaló, por accidente, la primera aceituna.