Ya está universalmente aceptada la teoría «darwiniana» de que el hombre procede del mono. En consecuencia, también está consagrado por la Biología que no hay «creación divina»; sino evolución terrenal de ciertas especies de «homínidos» - simios o primates - que llegaron hace muy poco tiempo a «okupar» la Tierra - apenas cuatrocientos mil años - y a desentrañar los mayores misterios y arcanos del Universo.

Todas las demás especies y familias zoológicas llevaban ya millones de años sobre la superficie del Planeta, cuando apareció el hombre; pero él fue quien les puso nombre, los aprovechó en su propio beneficio y los sacrificó a sus necesidades y placeres.

En puridad de conceptos, diríamos que el verdadero «misterio» es que siendo el «Homo Sapiens Neanderthalensis» el último de los mamíferos superiores que aparecieron sobre la superficie del Planeta, fuera el que - en apenas medio millón de años - evolucionara más rápido que todos los demás; alcanzando cualidades y destrezas mucho más desarrolladas que sus congéneres: orangutanes, gorilas, mandriles, babuinos u otras de sus numerosísimas familias de «primos». Llegando a dominar las ciencias y las artes terrenales, hasta poder transformar sus condiciones de vida y la misma naturaleza del planeta que acababa de «colonizar». También es cierto - y debemos tenerlo en cuenta - que esta evolución física, psíquica, mental o científica del «Homo Sapiens Sapiens» tampoco ha sido general ni homogénea para todos sus individuos. Pues, querámoslo o no, la presencia de ciertos condicionantes climáticos, geográficos, físicos o espirituales, han marcado profundas diferencias entre unos pueblos y otros; o entre ciertos individuos y otros. Diferencias que marcaron distancias entre sus creencias y habilidades. No por distinciones étnicas o del color de la piel; aunque sí por su alimentación, su adiestramiento, su talante personal o por sus potencialidades intelectuales, derivadas de sus percepciones sensoriales.

Podríamos formular este hecho con el famoso refrán: «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Axioma que se confirma viendo el comportamiento de varios «pithecánthropus» actuales, dedicados preferentemente a la gestión de los asuntos públicos. Dedicación que no exige ninguna preparación especial; que no obliga a demostrar el nivel intelectual de sus componentes. No hay que hacer oposiciones para ser diputado, senador, asesor o ministro; ni siquiera para ser concejal ni alcalde; pero les habilita para debatir y aprobar asuntos y problemas esenciales para la vida social, para tomar decisiones de trascendencia o para condenar a grandes sectores de la población a condiciones penosas en su vida laboral, social y familiar.

Sorprenden los jóvenes líderes nuevamente disfrazados - «vestidos de seda» - de aspecto «renovador» e intención «regeneradora», cuando lanzan sus soflamas «nacionalistas» o sus críticas a los partidos de la oposición; recurriendo a viejos tópicos, mil veces repetidos, que ya se utilizaban por parte de los partidos de la «ultraderecha» en las convocatorias electorales de la II República. Y más aún sorprende que estas mismas fórmulas sean aplaudidas, jaleadas y secundadas por los sectores ciudadanos peor informados, que esperan y aspiran encontrar en las «tradiciones» y costumbres de los abuelitos la fácil solución de «lo que siempre se ha hecho y dicho desde altares y púlpitos». «Siempre pasa lo de siempre…» Decía un veterano político republicano. Y «aunque las monas se vistan de seda…».