Los sonidos de la ciudad feliz : pregones, anuncios, mercancías. Juan García el cartero, que además era poeta y hermano del párroco de Santiago; Angel, el lechero de Casar; Eli Cacahué con sus patatillas; el melonero de Malpartida; el afilador de Ourense... Voces recias que te reconfortaban porque dejaban en el aire la paz de lo cotidiano, el sosiego de lo consabido, de lo repetido, de los ritmos impasibles de la vida. Las ciudades felices están llenas de repartidores ambulantes, de personajes que te prestan cada mañana un asidero para agarrarte a tus raíces: si pasa el panadero, si vocea el piconero, si te llega una carta es que sigues vivo y lo esencial no varía. Por eso, Cáceres es esa ciudad tan feliz donde las prisas de los tiempos aún no han sido capaces de desterrar los sonidos de lo castizo.

Cáceres. Años 40. Los pregones de la calle: "A raja y cala, la sandía colorá... ¿Quién vende pellicas de conejo?... Chatarreeeero hierrojiuuu... Piiiii, carteeeeero". Aunque de todos los repartidores ambulantes, el más popular no era ningún vendedor, sino un asno: el famoso y fogoso burro de La Polar .

En los años 40 y 50 aún no había frigoríficos en la ciudad feliz . Los únicos artilugios relacionados con el frío eran las neveras de hielo y las rudimentarias heladeras domésticas. Al llegar el calor, los cacereños compraban hielo con entusiasmo para estos dos aparatos o, simplemente, para poner a enfriar el sifón.

Las dos fábricas de hielo más importantes de la ciudad eran la de Hijos de Manuel Lucas, en Aguas Vivas, y La Polar de José Montes Pintado. Esta última repartía en un carro del que tiraba un burro libidinoso y muy bien dotado que, en cuanto atisbaba una burra en sazón, sacaba sus atributos provocando el natural escándalo y pitorreo de los viandantes. Del burro de La Polar se cuentan anécdotas y sucedidos de divertida procacidad, aunque el más sonado ocurrió en una feria de mayo, cuando al olisquear una burra que estaba alta, el pollino perdió el control y, armado de badajo e incontinencia, se lanzó poseso en pos de la hembra y entre diez hombres no fueron capaces de sujetarlo. Por las calles de la ciudad feliz deambulaban con su mercancía no sólo los repartidores de hielo, sino también los de patatas fritas: así comenzó el fundador de El Gallo . A la puerta de casa llegaba el vendedor de hidromiel con tropezones de calabaza, también venían a traerte el vestido nuevo las aprendizas de modistas tan conocidas como Matilde la de la calle Colón, Isabel Garrido o Dioni, que antes de montar boutique en Pintores tuvo taller en la plaza de la Concepción. A pesar del tiempo transcurrido y de la universalización de los adelantos técnicos, en la ciudad feliz quedan repartidores a la antigua usanza que mantienen viva una esencialidad provinciana y antigua que reconcilia con la infancia y la memoria. Es el caso de los piconeros. "Quedamos siete en Cáceres, repartimos sacos de 40 kilos a 3.60 euros", explica un repartidor que prefiere quedar en el anonimato, aunque sí posa para la foto. Su padre ya fue piconero y él se dedica a esto desde hace ocho años. Calcula que en Cáceres hay unos 500 clientes que aún usan brasero de picón. Curiosamente, el mismo número de clientes y de repartidores tiene en Cáceres la empresa Bofrost, que reparte alimentos ultracongelados que se compran por catálogo. Bofrost distribuye en 32 países del mundo y sería el contrapunto moderno del piconero, un ejemplo de ese equilibrio agarrado a las entrañas de Cáceres.