La decisión de un juez cacereño de inhabilitar siete años al concejal Joaquín Rumbo por un delito de prevaricación ha caído como una bomba en la ciudad. Y no podía ser de otra forma teniendo en cuenta de quién hablamos: del edil más popular a pie de calle de cuantos integran el equipo de José María Saponi.

Pero este caso es singular. En condiciones normales, la condena judicial de un político por prevaricar, aunque no sea definitiva, rara vez es perdonada por el ciudadano. Suele ser motivo de escarnio. Es un argumento más para comentar en el trabajo o en el bar lo sinvergüenzas, prepotentes y trincones que son nuestros mandatarios.

Pero con Rumbo está ocurriendo algo distinto. Diría incluso que políticamente saldrá intacto. Me consta que se cuentan por decenas los apoyos incondicionales recibidos por el concejal en estos momentos difíciles. Incluso por la calle le paran para darle ánimos. ¿Por qué? Quizá sea una cuestión de formas y fondos. Rumbo ha sido condenado por obrar ilegalmente al cortar la luz y desalojar a un empresario que presuntamente no pagaba los recibos. Y punto. El pueblo nunca perdonaría a un ladrón, pero sí a una buena persona aunque sepa que se ha podido equivocar. Creo que es el caso.