El gran comediógrafo áureo Moreto sigue deleitándonos 400 años más tarde con esta ingeniosa comedia, espectacularmente actualizada por la mano experta de la Joven Compañía de Teatro Clásico, muy bien dirigida por Iñaki Ricarte, después de haberla estrenado exitosamente en el madrileño Teatro de la Comedia, con muy buenas críticas.

Esta nueva versión, escrita por Carolina África, ha modernizado atractivamente el ambiente en que se mueven los personajes con carreras de caballos, música y bailes modernos muy vibrantes y un lenguaje bastante actual e irónico; todo ello adobado con un gran sentido lúdico de intrigarnos durante algo más de hora y media.

Su gracia no radica tanto en la intriga de una sencilla trama, que ya desde un principio y por el título se adivina el feliz desenlace, como en los caracteres bien perfilados de la pareja protagonista: la pizpireta Diana, Irene Serrano, muy buena fingidora y el enamoradísimo Carlos, Nicolás Illoro; ambos saben disimular su claro amor de pareja, guiados por el gracioso y celestinesco Polilla, Mariano Estudillo, quien protegido por un tapador periódico y un maletín de aparente galeno, les está asesorando en sus juegos de habilidoso fingimiento. Otro tanto ocurre con las amigas de ella y los de él, que también se cortejan y se emparejan simpáticamente.

Es gracioso ver a la pareja noble principal rebajarse hasta la humillación bajo el ocupadísimo yugo de Cupido y pasando ella por maestra de desamores en una fingida escuela donde acuden los seis amigos y amigas, que se van amartelando paulatinamente, o en la juguetona escena de las cintas de colores, donde se van casualmente emparejando y colocándose graciosas máscaras de animales; o en las varias danzas y bailes modernos, que dan a la obra un carácter de comedia-ballet.

El soberbio montaje constaba de varios planos espaciales: abajo situaron un triple podium, donde recibieron en dos ocasiones los consiguientes premios de participación en las carreras de caballos, en la segunda vez en una carrera bastante accidentada, y por consiguiente aparecieron con vendas, que suscitaron la compasión de sus enamoradas. Allí mismo organizaron unos pupitres para la susodicha clase. Y arriba se abrían y cerraban o se iluminaban y apagaban tres amplias hornacinas, a modo de escaparates ,donde transcurrieron bastantes escenas vistiéndose, dialogando, bailando, telefoneando y al final besándose apasionadamente. El protagonista Carlos, frecuentemente aparecía y desaparecía, una vez por el patio de butacas, en ese constante juego de disimulos, cambiándose frecuentemente de ropa: de sport, de etiqueta, etc.

Todo con un rapidísimo ritmo, muy dinámico, hasta con una conversación tan viva, que en alguna ocasión era fácil perder el suave hilo musitado. La razón de tanto disimulo era para incentivar el amor de la pareja, estimulado por las flechas de Cupido, que se las pasaban graciosamente unos a otros, para acabar al final ya desveladamente enamorados. Ese proceso de mutuo sufrimiento provocaba más risas: cuanto peor se los pasaban ellos, más se reía el respetable, que muy complacido llenó el Gran Teatro y aplaudió al final hasta en cinco ocasiones seguidas.