Por una red social me llegó esta frase procedente de una persona conocida que podría ser prototipo del egocentrismo que hoy impera: ¡Hago lo que quiero cuando quiero y donde quiero! ¡Nadie me tiene que decir que hacer con mi vida, mi vida es mía y de nadie más! Y unos días antes había escuchado otra cosa bien diferente: "Lo contrario al amor no es el odio, es el egoísmo". Era en el contexto de una ponencia sobre la Caridad y partía de la frase bíblica "Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor". Y es que la persona que odia sigue teniendo en cuenta al otro, pero el egoísmo en su máxima extensión nos bloquea de tal forma que ignoramos a los demás, y eso es peor.

Durante la Cuaresma que hemos empezado hace unos días solemos fijarnos en la figura del hijo pródigo del evangelio como el modelo de todo aquel que reflexiona sobre su estilo de vida y retorna a la casa paterna.

Ocurre que cuando volvemos y miramos a Dios, como hizo el chico de la parábola, es como cuando nos vemos en un gran espejo que, junto a nuestra figura, refleja también el rostro de quienes tenemos a nuestro lado. Y así Dios parece preguntarnos como hace tiempo a Caín "¿Qué has hecho con tu hermano?".

Bien vivida la Cuaresma debería procurarnos un cambio que afectara no sólo a la interioridad de la persona sino a sus relaciones sociales y económicas. Hay tres prácticas, tradicionalmente muy recomendadas para este tiempo, pero también bastante devaluadas: la oración, el ayuno y la limosna. En términos más actuales podría decirse: "la oración, la austeridad y la solidaridad" que, bien desarrolladas, buscan que nos descentremos de nosotros mismos para volvernos a Dios y al prójimo. La primera nos abre a Dios, la segunda nos libera de todo aquello que nos esclaviza y mediante la tercera nos unimos a los demás y expresamos nuestro afán por la justicia.