Tomando como referencia el día de las migraciones que celebró la iglesia de Coria-Cáceres el pasado 22 de enero, quiero compartir esta reflexión. Es cierto que la inmigración es cada día más una realidad cotidiana, no sólo en las naciones desarrollados, sino también en países en vía de desarrollo. El auge de la inmigración durante los últimos años en los países desarrollados conlleva una diversidad cultural que enriquece al estado receptor, pero también a los propios inmigrantes.

Esta nueva presencia es para nuestra sociedad una prueba de fuego para el discurso de tolerancia, de aprecio de la diferencia y del mestizaje cultural.

La presencia del otro, del diferente, siempre enriquece al ser humano, que se constituye como persona si se relaciona con otras personas. La riqueza es mayor si la diferencia es grande.

Pero a pesar de todo esto, con frecuencia, oímos declaraciones políticas, leemos artículos, vemos estadísticas, que atribuyen a los inmigrantes el aumento de la delincuencia, y todos los males que ella conlleva en nuestro país. De un modo simplista y sesgado estas informaciones conducen a la confusión. Porque además de los problemas de convivencia, los inmigrantes sufren verdaderas situaciones dramáticas que ponen en duda la condición misma de personas de demasiados hombres y mujeres: las muertes en el mar, en las vallas, las condiciones de trabajo de explotación vergonzosa, las mafias que comercian con vidas humanas, la prostitución y la trata de blancas, el abandono y el desamparo de un número alarmante de menores.

Ante estas situaciones, no podemos mirar para otro lado, no podemos permanecer indiferentes ante el grito "¿qué has hecho con tu hermano y hermana?". Por ello, tenemos que invertir en convivencia sanamente intercultural, crear verdaderos espacios de interculturalidad, como dice Giménez Romero (Respecto a interés por las culturas ajenas; estar presto a reconocer al otro o diferente tal como es, y aceptarlo como interlocutor válido; apertura al aprendizaje de otras formas de pensar, sentir, hacer y ser; cierto distanciamiento crítico respecto a la propia cultura, sin por ello debilitar la identidad propia y el sentimiento de pertenencia; superación del relativismo cultural extremo, no confundiendo el respeto con la no implicación y evasión del necesario debate; asetividad ante los problemas: no ocultar sino abordar en forma positiva, pacífica y negociadora los conflictos que puedan surgir; la tolerancia bien entendida, teniendo claro por lo tanto sus límites).

Reivindiquemos una verdadera educación intercultural, con un papel más innovador y de conciencia del que está en situación de desigualdad. Otorgamos así a la educación u papel transformador, la identidad cultural debe servir como herramienta de libre realización del individuo, nunca para un control y una disminución de la libertad personal y de la responsabilidad del grupo. Debe ir acompañada del reconocimiento de cada individuo como ciudadano, con una inserción real, así como laboral y ciudadana.

Por tanto, una educación que actúa en la prevención de conductas inadaptativas entre y para con los inmigrantes es la apuesta claramente por la empatía --capacidad para ponernos en la piel de otro-- como medio impulsor de conductas de acogida y afecto, elemento indispensable en el encuentro entre cultural.

Como diría Eduardo Galeano, "nos olvidemos de lo esencial: de que usted, como él y como yo --todos-- somos iguales". Desde esta igualdad, juntos construyamos el barrio, la ciudad, la iglesia, el mundo.