Ibamos calle Margallo arriba, alrededor de la abuela. Se detenía para comprobar si habían cogido los puntos a las medias. Otras veces parábamos en el sastre para que me midiera los pantalones. Y llegábamos al Paseo Alto, que era sinónimo de libertad. Se acabó el agarrarse la mano, fuera el temor a los autos. Y a ver a los soldados en las garitas y escuchar la corneta.

Una paradita en la bandeja para darle unas patadas al balón y asomarse a la ermita, muy descuidada por entonces. Pronto emprendíamos camino hacia la sartén a través de un paseo surcado de bancos de piedra y laderas silvestres con eucaliptos por todas partes. Pasábamos ante el colegio del Auxilio Social y a través de su rejas veíamos a los chiquillos con su baby. La abuela se sentaba en un banco y se dedicaba a la calceta y nosotros a ensuciarnos con el agua de la fuente situada bajo el paseo hasta la hora de la merendilla. Pasados los años volví a este paseo con mejores compañías, mucho más apetecibles y cariñosas, confundidos con la oscuridad y la intimidad del automóvil. Y al cabo del tiempo hice de cuidador de mis hijos. El parque estaba mejor cuidado, pero menos frecuentado. Al menos de día. La fuente no manaba pero los niños se ensuciaban lo mismo por lo que su madre ponía el grito en el cielo.