Comienzo con tristeza, pensando en que una de mis lectoras más fieles, mi querida amiga y compañera Nacha Castela Mogollón, ya no leerá más estos paseos, sino que, para siempre, disfruta de la eternidad. La muerte es injusta al llevarse, en plena flor de la vida, a una de las mejores personas que he conocido, a la que --estoy seguro-- Malpartida rendirá el homenaje que merece, y qué bien estaría que la biblioteca que con tanto cariño mimó llevara su nombre.

Les recuerdo que les dejé en San Blas y, hablando de muertes injustas, justo al otro lado de la calle se elevó el patíbulo donde se ahorcaba a los reos, desde que --en pleno siglo XIX-- se dejaron de celebrar las ejecuciones a los pies de la Torre del Bujaco, cuyos restos seguían allí en el tercio de aquel siglo.

Por una ironía macabra, en 1909 se proyecta y en 1913 se inaugura, en idéntico lugar, el flamante matadero municipal, que antes se ubicaba en la Calle Zurbarán, denominada con anterioridad del Matadero y cuyo nombre tradicional era Barrio Nuevo de San Juan, para distinguirla de Barrio Nuevo de Santiago, hoy Barrio Nuevo, a secas, y antes José Antonio y Canalejas. El matadero se derribó hace unos años (yo lo he conocido en mis bajadas al Diocesano) y en el solar hubo unas pistas deportivas hasta la construcción de la actual urbanización.

Más abajo nos encontramos con uno de los edificios contemporáneos que más simpatía me despiertan, el Refugio. No fue obra de la Guerra Civil como, por confusión, ha dicho algún político con ocasión de su reciente restauración, sino que fue un proyecto de la República, más concretamente del alcalde Antonio Canales, y que sirvió como refugio de transeúntes y mendigos. Obra de Angel Pérez (a quien tanto debe Cáceres y cuyas obras se hayan diseminadas por toda la ciudad) de 1934, presenta una planta semicircular con cinco dependencias organizadas en torno a un patio central.

Hasta esa fecha, los mendigos se hacinaban en la Ermita de Santo Vito, un poco más abajo, en la misma Ronda del Matadero, en condiciones realmente inhumanas e insalubres como conocemos por testimonios de la época. La ermita está en su lugar, en ruinas, pero está, pese a que muchos la dan por desaparecida, quizá inducidos por el error de un pie de foto de un libro de Juan Ramón Marchena en 1984.

La ermita presenta una antigüedad notable --probablemente se remonta al cuatrocientos-- aunque las primeras noticias documentales que de ella tenemos son de 1520. Su cofradía era, igualmente, antigua y próspera, aunque su esplendor decayó a lo largo de los siglos. En 1598, Francisco Martín Paniagua (el artífice de la fachada principal del Palacio Episcopal y del desaparecido Seminario de San Pedro, entre muchas otras obras) interviene en ella, añadiéndole el presbiterio. Los problemas surgieron y, un año más tarde, Martín Paniagua emprendió un pleito contra la cofradía en la persona de su mayordomo, García Rodríguez, en relación al pago de la capilla mayor, pleito que se alargó con sentencias y recursos.

La ermita se encuentra actualmente elevada (antes estaba en una meseta que en algún momento del XX se desniveló), accediéndose a través de unas escalinatas, y presenta una nave única, con cubierta a dos aguas, más la capilla mayor, de testero plano, cúbica, con cubierta de aristas. En el cuerpo se abre una portada de acceso, en el lado de la epístola, de cantería, con arco de medio punto sujeto sobre pilastras. Poseyó una espadaña situada a la derecha del presbiterio y un pórtico de arcos escarzanos que protegían la portada.

Romería desaparecida

Hasta 1820 estuvo abierta al culto y se sabe que en aquel siglo se seguían celebrando las romerías de San Vito, una de las tantas que celebraban nuestros antepasados, quienes tanto gusto sentían por ellas: la Virgen de la Montaña, los Mártires, las Candelas, San Blas, Santa Lucía, Santa Olalla, San Benito, San Antón... Momentos en los que el la vida cotidiana se detenía para dejar paso a lo festivo, rompiendo así los ciclos que la vida agraria imponía. Si nos damos cuenta, las romerías populares suelen coincidir con momentos trascendentales de los ciclos agrícolas y ganaderos.

Pero más tarde la cofradía (un día próspera) se disolvió, se abandonó el templo y se le dieron diversos usos. Fue polvorín, más tarde vivienda y, finalmente, como ya dije, refugio para mendigos. El estado actual es lamentable y vergonzoso, tapiados los vanos, reducida a ruina y a la espera de la pronta recuperación prometida.

La vereda que bajaba por el cerrillo de San Vito (paso entre el Cerro del Teso y el de la Butrera) por el que, un día, señores en coche o a caballo, hortelanos en mulas, labriegos y artesanos a pie recorrieron con aires festivos, se llenó de miserias y tristezas y el camino, despreocupado y alegre, se tornó sórdido y horrendo, porque, la hipocresía tiende a mandar a los arrabales aquello que los hombres no quieren: es más fácil camuflar que resolver.