Ser un Dios de verdad no debe ser fácil. La prueba es que, si acaso, hay uno. Ahora bien, ser un Dios de chichinabo es facilísimo. Hay muchos. Basta con saber montar numeritos que entontezcan a los necesitados, a los ignorantes y a los aduladores. Todos ellos formarán un coro dispuesto a abundar en lisonjas que le conduzcan a pensar que sus dictámenes son indiscutibles, que todo lo que sucede depende de él, que lo sabe todo, que a sus oyentes se les cae la baba cada vez que abre su boca, que puede criticar, vetar y sancionar lo que le pete, que sus palabras y actos son sagrados y que ante él es necesario inclinar la cerviz. Estaba el Dios de chichinabo tan satisfecho en su prepotencia que le sorprendió la aparición del ateo: "No hay Dios. Es una invención cultivada por gentes interesadas que viven a costa de la creencia de otros en la existencia de Dios". Mayor frustración le causó el agnóstico: "No existen razones para creer en Dios, eso es cosa de ignorantes". Su calvario aumentó al comprobar que había hombres a los que les resultaba indiferente su existencia y habían decidido vivir como si él no existiera. Pensaban por su cuenta, ignoraban sus dogmas, no precisaban de sus favores para llevar una vida digna, nunca habían recurrido a él. Y encima eran honestos y felices. Su soberbia se llenó de estupor cuando escuchó a los ilustrados decir que su existencia creaba un problema imposible de solucionar y por lo tanto lo mejor era que no existiera. ¿A qué se puede dedicar uno después de haberse creído Dios? No resulta fácil encontrar una salida decorosa. De ahí que tiendan a eternizarse dando lugar a más problemas que los que solucionan y acaben actuando como satrapillas.