Desde que la especie humana fue capaz de vivir en su «casa», asentarse sobre un terreno, y dejar de desplazarse por los distintos paisajes de la Tierra, buscando sustento y seguridad, tuvo que «inventar» algún procedimiento para tener en su «casa» lo que necesitase para vivir y para que viviera su familia. La casa le dio la idea de «oikos» - casa en griego - fija y estable, y los procedimientos a seguir fueron el «nomos» - «normas» en griego -. Así se creó la «Oikosnomeia» o «Economía»; que fue un sistema de trabajo y distribución de bienes para crear en su casa lo que le era necesario para vivir, y que pudiera intercambiarlo con sus vecinos, para mejorar su bienestar.

Todo fue idílico y pacífico en las primeras aglomeraciones de población, en las que nacieron las «polis»; ciudades o urbes que fueron gobernadas por hombres buenos y prudentes; hasta que algunos - demasiado ambiciosos - prefirieron apoderarse de lo que otros creaban y trabajaban para venderlo por cabezas de ganado - «pecunia» - o por metales troquelados - «dinares» o «dineros» -; en vez de trabajar y guardar las normas y leyes que los «siete sabios» habían decretado.

La cultura y el pensamiento griegos han sido la base y fundamento de nuestra civilización, por eso es conveniente volver a nuestras raíces y comprobar en qué se ha fallado, a lo largo de la Historia, para que actualmente la Economía se parezca más a las actividades de los segundos - vender, engañar, traficar y obtener ganancias - que a la de los primeros ciudadanos: trabajar, mejorar e intercambiar unos bienes por otros.

También quedaron reflejadas estas diferencias en las secuencias narrativas del Libro del Génesis - otra de las fuentes de nuestra «civilización» - cuando nos narra el final de la «Creación» el «Sexto Día»; situando a la nueva especie humana en un «Paraíso Terrenal» para su gozo y provecho: Para que diera nombre a todos los seres vivos - fueran plantas o animales - y que los usara para su bien y provecho. Pero sin comer los frutos del «árbol de la Ciencia» - del Bien y del Mal - que harían creer a los hombres que son semejantes a Yâhvêh y más poderosos que Él.

También aquí - si se cree en esta profecía bíblica - los hombres hemos fallado, como en el caso de la sabiduría griega. Los frutos del «Árbol de la Ciencia», que la serpiente dio a comer a Eva, y ésta a Adán, torcieron los buenos criterios de la recién llegada especie humana a la superficie del Planeta; y en vez de cuidar, nominar y aprovechar los recursos que se le habían entregado gratuitamente, se dedicó a «trapichear» con ellos; a usarlos para obtener ganancias, «dividendos»; poder para someter a los que estuvieran cerca de ellos, convirtiéndolos en esclavos, en súbditos, en emigrantes, en pobres y miserables, en vez de vecinos, hermanos e iguales a ellos.

Los resultados de este doble fracaso de la «especie», a lo largo del escaso tiempo histórico que el hombre lleva habitando la Tierra, lo estamos comprobando ahora; y sus datos no son precisamente para alegrarse por el futuro que nos espera. Sigamos la vía que sigamos: la bíblica o la evolutiva, parece que el futuro de nuestro planeta está ya amenazado; y, aunque no quisiera caer en las «profecías apocalípticas», tan desdeñadas por el pensamiento «neoliberal» que ahora nos domina, lo cierto es que el clima, la estabilidad de los elementos vitales, el equilibrio de las poblaciones zoológicas sobre los continentes o bajo las aguas y otros aspectos del paisaje terráqueo nos llevan a considerar que si no aplicamos nuevos métodos y cuidados para seguir habitando este planeta, la vida de nuestros nietos se verá muy afectada, en sus términos más generales.

O cambiamos de vida o tendremos que cambiar de planeta. Y no hay muchos que nos ofrezcan similares condiciones de habitabilidad.