El defecto de la intolerancia, de la intransigencia, de la falta de respeto por las ideas que no coinciden con las nuestras es bastante común entre los españoles. Puede observarse en el seno de las familias, en los centros de trabajo, en las iglesias e, incluso, en cualquier conversación de amigos hablando sobre un partido de fútbol. Pero en los últimos meses los ciudadanos la estamos percibiendo sobre todo entre los políticos de nuestro país.

Esa incapacidad para negociar y ponerse de acuerdo en la formación de gobierno, después de dos elecciones generales, y la permanente descalificación del contrario en lugar de buscar puntos de encuentro son signos de intolerancia. El intolerante se cierra en su dogmatismo, sin admitir los planteamientos de los demás, más aún, teniendo por enemigo a todo aquel que no piense igual. Cree poseer toda la verdad, escucha a los demás con dificultad y, si acaso, cuando dialoga lo hace solo con quienes piensan como él. A los intolerantes les gusta más la competición que la colaboración.

Vive la vida como una carrera, cuando no como una lucha contra los otros. No admite la derrota ni soporta la crítica, porque cree poseer toda la verdad. Suele ser bastante orgulloso y, con frecuencia, cae en el fanatismo.Y es que la persona intolerante cree que sus argumentos son tan válidos y contundentes que pueden imponerse por la fuerza. Por eso escucha poco, grita mucho y tiende a descalificar y despreciar a su oponente. O sea, lo contrario al verdadero diálogo que es definido por nuestro diccionario como una “discusión o trato en busca de avenencia”.

Puede verse la intolerancia en jóvenes y mayores, en los de baja y en los de alta formación académica. Y es que hoy sigue siendo necesaria la máxima de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”. H