Si está usted tranquilamente leyendo estas líneas es que mantiene intactas sus facultades físicas e intelectuales. Y eso, se lo aseguro, después de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad, es casi heroico. Probablemente haya influido el hecho de que hizo mal tiempo --para desgracia de los hosteleros--, de manera que el personal llegó en "buenas condiciones" a la mesa, menos predispuesto a participar en polémicas; es posible que los emparejamientos familiares fueran propicios --¿o no?-- y eso redundara en mayor tranquilidad, en menos discrepancias; cabe la posibilidad, cierta y conveniente, de que algunos eligieran el teléfono móvil buscando rincones apartados y cómodos en los que chatear tranquilamente mientras el grueso de la chusma se empeñaba en amenizar la velada con villancicos y concursos cantarines; a lo peor, la calidad del cava --por mor de la crisis por supuesto-- no era la ideal y las bebidas tenían menos grados y poder de influencia en las reacciones de los comensales; a lo mejor --debe ser eso, no me cabe duda-- hemos aprendido a controlar nuestros sentimientos y somos capaces de atender conversaciones más o menos relevantes y reacciones inesperadas con educación y altura de miras.

En verdad, la mayoría de nosotros aguardamos estos días con una pasión injustificada y poco objetiva que se atiene más a ilusiones atávicas que a realidades constatables. No sé qué pensará usted, pero en mi opinión, si somos capaces de salir indemnes del trance y repetimos todos los años es porque respetamos a nuestros mayores y adoramos a nuestros pequeños. Y estos dos sentimientos, tan incontrolables, tan primitivos, marcan muchos de nuestros gestos, muchos de nuestros movimientos. De manera que si usted ha tenido una cena agradable, una buena sobremesa y ha cantado villancicos a voz en grito, no se preocupe si desafinó un poco o si en un momento determinado tuvo que pensar alguna respuesta más de lo debido; seguro que el pavo o la merluza merecieron la pena y que, en algún momento perdido de la noche, fue capaz de tocar la flauta y conseguir que los niños fueran felices. Sólo por eso y por algunas cosas más que no pueden describirse, el asunto mereció la pena; sólo por eso --y ojalá que sin ausencias-- repetiremos el año que viene.