No hay nada que nos sea más poderoso que las palabras. Nos creemos lo que pensamos como si fuera la palabra de algún Dios, lo hacemos nuestro, nos contamos cómo es nuestra vida, cómo debería ser, cómo querríamos que hubiera sido. Nos imaginamos con otras parejas, a veces otros amigos o más amigos, en otras latitudes. La realidad es que el sistema está podrido y vamos creando diagnósticos y enfermedades o legitimando la precariedad, con términos en inglés, que es el idioma de la autoridad: compartir piso o espacios de trabajo porque no te puedes permitir más que esa inestable independencia. Aparecen planes de ahorro: llévate el desayuno de casa, nos dicen. Abandona toda actividad placentera que cueste dinero. «Todo es violencia en este mundo», me decía la editora Sol Salama en Twitter. «Hay resistencias también y redes y cuidados», respondía yo. Y la poeta Azahara Palomeque nos escribía: «Quiero creer que, aunque el sistema falle, una ciudadanía crítica puede lograr pequeñas (o grandes) victorias. A base de labor cultural, por ejemplo».

Con la palabra lo hemos creado todo. Hemos creado sacramentos y ritos, formas de dirigirnos a los dioses, puentes que atraviesan ríos en los que no se ve la otra orilla, leyes que hay que cumplir y que cambiar cuando se ve que son injustas y todas las historias que nos contamos. «Una palabra no dice nada / y, al mismo tiempo, lo esconde todo. / Igual que el viento esconde el agua / como las flores que esconden lodo», canta Carlos Varela. «Como la lluvia sobre tu cara / o el viejo mapa de algún tesoro».

Pensemos en una palabra.

Madre.

Bebé.

Qué nombre le ponemos al bebé.

Qué pasa si el bebé se queda sin madre y el padre no sabe salir del duelo.

Qué está pasando en Chile y qué ocurrió cuando llegaron los conquistadores y se encontraron con los mapuches. «Pacos culiaos», dicen todos: policías, malas personas. Una veintena de muertos y los militares en la calle, en un país en el que los milicos recuerdan a Pinochet y a los desaparecidos. No ha sido el precio del metro: esa es la gota que colma el vaso en una sociedad empobrecida y desigual que demanda medidas estructurales, difíciles de llevar a cabo de golpe, pero necesarias.

En España, por esa concordia de mierda que nos vendieron, criticamos más a Pinochet que a Franco. A Franco se le critica con la boca pequeña y sus familiares gritan «Viva España» sin que nadie haga nada, porque el lema del país es «peor es meneallo, amigo Sancho», como ya escribió Cervantes. «Nostálgicos», los llamaban.

Las palabras son muy importantes. Los significados que nos vamos dando en sociedad y que hay que ir destruyendo pacientemente: nostalgia no es esto: seamos precisos. Si quieres que un dictador gobierne un país, no eres un nostálgico. Nostálgico es Cachitos. Tú eres un fascista.

En Chile, estos días, una mujer cantaba «Te recuerdo, Amanda» desde un balcón, durante el toque de queda y le respondían vecinos desde otras ventanas. «¡Cuánta humanidad con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura!», escribió Víctor Jara en su último poema: «Qué espanto causa el rostro del fascismo. La sangre, para ellos, son medallas».

Hay una compañía chilena en Badajoz hablando de los inicios de ese país que hoy conocemos como Chile y sobre cuyo nombre se lleva debatiendo desde hace varios siglos y quizá, dicen, provenga del canto de un pájaro.

Y una compañía extremeña que nos hablará de niños refugiados y de sueños y otra que nos mostrará el fantasma de una mujer que quiso alcanzar el Mediterráneo y una andaluza en la que todas las mujeres que somos y hemos sido podremos reconocernos (ah, la búsqueda del amor propio, ese amor propio que las mujeres hemos tenido tan prostituido y tan manchado siempre). Habrá ángeles en el Paseo de San Francisco: ángeles que pretenden acabar con el odio (y, quizá, conseguir unas alas). También hay gente que se quiere quitar la vida, que pierde la cabeza por amor, que sufre enfermedades de las que muere; que no quiere parar de hacer y hacer y hacer porque, si para un momento de su vida, llora.

También hay depresión en este mundo. Ya habló Chéjov de ella.

Estamos conformados por tantos relatos.. los que nos son útiles, los que no nos son útiles, los que nos contamos sabiendo que son irreales, las definiciones de nosotros mismos a las que nos aferramos, los otros cuentos en los que nos reconocemos. Ir a una sala de teatro es solo eso: sentarse en silencio (con los móviles apagados, por favor) y decirse: «¿Qué historia me vas a contar?».

Festival de Teatro de Badajoz. Teatro López de Ayala.

--’Estrella’: Viernes, 25, 21.00 horas.

--’Custodios’. Sábado, 26. 18.00 horas. Paseo de San Francisco.

‘El nombre’. Sábado, 26. 21.00 horas.

--’Pedro de Valdivia’: la gesta inconclusa’. Domingo, 27. 21.00 horas.

‘La vida de los salmones’. Lunes

--’Fantasmas de agua’. Lunes, 28. 23.00 horas.

--’La buscona’. Martes. 21.00 h.

--’What is love? Baby, don’t hurt me’. Miércoles. 21.00 h.