Dado que las películas de Hollywood tienden a ser exageradamente mojigatas respecto al sexo, especialmente cuando estrellas de primera fila fingen copular en pantalla, que Amor y otras drogas nos familiarice con los pechos de Anne Hathaway y el trasero de Jake Gyllenhaal es de entrada un cambio bienvenido. También argumentalmente lógico, dado que, al menos en su primera mitad, es una comedia sexual ambientada en la revolución sexual desatada hace ahora década y media por esa pequeña píldora azul llamada viagra.

Sin embargo, Edward Zwick parece incapaz de decidir qué es en realidad su película, y por eso trata de disfrazarla de comedia romántica adulta sobre el sexo y el compromiso, de mirada más seria y melodramática a la enfermedad y su efecto en las relaciones personales, de colección de chistes a la Judd Apatow y de sátira liberal sobre los excesos de la industria farmacéutica, con un empeño tan maníaco que es una suerte que al espectador no le hagan pagar más de una entrada por verla. En cuanto Zwick le pilla el tranquillo a un tono dramático, lo abandona en pos de otro distinto con la intención de agradar a diferentes públicos. Este inestable cóctel tiene consecuencias muy perjudiciales, como deja claro ese gag sobre los efectos secundarios de la viagra, tan zafio que echa por tierra toda la autenticidad difícilmente ganada pero rápidamente perdida por la película.

Lo más grave, sin embargo, es el modo en que Amor y otras drogas desatiende el dilema potencialmente provocador que su premisa incluye: podría haber sido la encrucijada moral de un joven que debe decidir si está dispuesto a pasar el resto de su vida con una mujer destinada a estar cada vez más enferma.