Pese a irradiar una gran serenidad, Jérôme Ferrari (París, 1968) habla endiabladamente rápido. Este profesor de filosofía de raíces corsas, de quien el año pasado Demipage publicó Donde dejé mi alma , ha sido bendecido con el último Goncourt por su novela El sermón sobre la caída de Roma (Mondadori) una elegante narración de largas y sinuosas frases con la que, entre otras cosas, demuestra la vigencia de un pensador del siglo V como San Agustín. Su mente veloz traza puentes entre pasado y presente.

--¿Qué es lo que le interesó del sermón de san Agustín?

--Exactamente la frase en la que se dice que "un mundo es como un hombre, nace, crece y muere". El fin de aquel sermón era sacudir la moral de unos fieles que frente a la caída del imperio romano creyeron que había llegado el fin del mundo, que todo había acabado. Agustín dice que no hay nada nuevo, que es vergonzoso lamentarse porque se han quemado una viejas piedras. "¿Qué es lo que os hacía pensar que Roma iba a ser eterna?", pregunta. La idea matriz del libro es que da lo mismo que algo dure más o menos, el hecho es que las cosas terminan.

--Su novela adquiere un nuevo significado en una Europa sumida en una sensación de final de época. No sé si esto es la caída del imperio romano, pero quizá se le parezca.

--No era consciente de ello cuando escribía pero no por no haberla pensado deja de ser un lectura legítima. No es casual que en el cine y en la literatura la imagen del apocalipsis se repita una y otra vez en los últimos tiempos. Ahí está, por ejemplo, La carretera de Cormac McCarthy y tantas y tantas películas de Hollywood.

--En todas sus novelas bulle esa idea de fin del mundo. Sorprende que una persona tan joven esté obsesionado con ello.

--No sé si se puede hacer seriamente filosofía sin estar afectado de una manera carnal por este tipo de cuestiones. Si no fuera así la filosofía sería un juego de palabras y de lógica sin ningún significado.

--En realidad la novela está hablando de un mundo muy pequeñito, un bar contemporáneo que dos jóvenes idealistas montan en Córcega y que como en el discurso del santo, nace, vive y muere.

--Un bar tiene todas las características de un micromundo. En un bar de pueblo cristaliza la vida de diversas personas y creo que difícilmente se puede imaginar un mundo estético más pequeño que ese. Es un escenario cerrado y trágico.

--¿Que hay de usted en esos dos jóvenes?

--Bueno, yo nunca regenté un bar, pero a los 20 años sí fui profesor, periodista y parado en Córcega, la tierra de mi familia. Allí me trasladé desde la banlieu parisina donde vivía, un barrio realmente horrible donde tenía la sensación de estar en el exilio.

--Fue a buscar su identidad y se encontró allí con un fuerte sentimiento independentista.

--Allí en los años 70 y 80 la reivindicación de la lengua corsa era indisociable de la política. Todos los jóvenes formábamos parte de ese movimiento que en los 90 empezó a sufrir escisiones que dieron lugar a odios muy violentos que arrojaron un saldo de 15 muertos. Esa gran desilusión me produjo una desconfianza absoluta a esa militancia, peligrosa y falsa, aunque mis ideas linguísticas no hayan cambiado. .

--¿Se atreve a establecer un paralelismo con el independentismo catalán?

--No conozco a fondo el independentismo catalán pero creo que los parecidos son solo superficiales.