Una de las cosas que suelen decirse al hablar del japonés Hirokazu Koreeda es que es un director rotundamente japonés. Sobre el papel la afirmación parece una redundancia y una obviedad -¿qué gentilicio aplicar si no a un cine invariablemente rodado en Tokio y alrededores con actores locales?-, pero no lo es. La idea tras ella es que, aunque el asunto central de sus películas es un tema tan universal como los lazos de sangre, títulos como Still walking (2008) o De tal padre tal hijo (2013) o Un asunto de familia (2018) están tan embebidos de las tradiciones, las normas de conducta y los tabús sociales de los nipones que las historias que cuentan no podrían transcurrir en ningún otro sitio. El razonamiento tiene sentido; y al mismo tiempo, como ha quedado demostrado este miércoles gracias a la presentación en la Mostra de Venecia de su último trabajo, es del todo incorrecto.

La verdad transcurre en Francia y está hablada en francés e inglés. Es, pues, la primera película que el ganador de la Palma de Oro del 2018 ha rodado en un país y unas lenguas que le son extranjeros; y en cualquier caso se las arregla para ser una obra absolutamente personal -¿koreediana?, ¿koreedesca?- que, eso sí, posee una sensibilidad inconfundiblemente europea. Y a ello contribuyen crucialmente la personalidad de su personaje principal y la de la actriz que lo interpreta magníficamente -Catherine Deneuve-, y la estrecha conexión que dan la sensación de tener la una con la otra.

El personaje, Fabienne, es una exitosa actriz veterana, arrogante y propensa al sarcasmo y orgullosa de no haber pedido nunca perdón a nadie -aunque desde el principio queda claro que a lo largo de su vida no le han faltado motivos para hacerlo- porque, a su juicio, ser una estrella le da derecho a ello. Su actitud resultaría profundamente irritante de no ser porque Deneuve la dota de una vulnerabilidad con la que es completamente imposible no empatizar.

Al principio de La verdad, la diva acaba de publicar su autobiografía y está a punto de empezar una nueva película; la coprotagoniza junto a una actriz de parecido increíble a la que fue su mejor amiga, cuyo fallecimiento la sigue atormentando. Su casa, además, acaba de llenarse con la llegada desde Nueva York de su hija (Juliette Binoche), acompañada de su marido (Ethan Hawke) y la niña de ambos. De inmediato, la reunión hace que viejas heridas materno-filiales empiecen de nuevo a supurar.

A excepción de un par de secuencias situadas en un set de rodaje, la acción que se desarrolla a partir de esa premisa transcurre mayormente en el interior y los jardines de la mansión familiar; algo lógico teniendo en cuenta que, como él mismo ha recordado ante la prensa, Koreeda inicialmente escribió La verdad en forma de obra teatral, y que solo cambió de formato cuando Binoche lo convenció de que tenían que hacer una película juntos. Y el conglomerado de cenas, borracheras, juegos, secretos, mentiras, reproches, remordimientos y reconciliaciones que componen el relato transcurren con una fluidez, una elegancia y una frescura que resultan casi milagrosas si volvemos a considerar que mientras rodaba las escenas el director no entendía ni jota de lo que sus actrices decían a menos que un traductor se lo susurrara al oído.

DINÁMICAS INTERPERSONALES / Las dinámicas interpersonales que tienen lugar a lo largo de ellas, y el lugar indeterminado entre la comedia y el drama en el que se acomodan mientras las plantean, resultarán familiares para todo aquel que tenga cierto conocimiento de la obra previa de Koreeda; al mismo tiempo, sin embargo, La verdad deja claro hasta qué punto el distanciamiento cultural ha permitido al cineasta ampliar su expresividad narrativa y ahondar en asuntos -lo traicioneros y a la vez lo necesarios que son los recuerdos, lo difícil que resulta separar la realidad de la representación para quienes se dedican a crear ficciones- hasta ahora inéditos en su cine. Lo dicho: un pequeño milagro.