Rodrigo Fresán recuerda una frase que a David Foster Wallace (Nueva York, 1962-California, 2008) le gustaba repetir: «El objetivo de la buena ficción es el de dar calma a los perturbados y perturbar a los que están tranquilos». Y no hay más certera presentación para un escritor esquinado como él, capaz de percibir de una forma diferente las realidades «más obvias, ubicuas o importantes» —como expuso en su conferencia Esto es agua—, que son las más difíciles de explicar. Pero no para el autor norteamericano, que luchó toda su vida entre dos tensiones: su faceta de niño prodigio, as de las matemáticas, filólogo disciplinado, obseso de la precisión y la otra, la oscura, la que es fácil asociar con sus depresiones. La broma infinita, de la que este año se cumplen 20 de su publicación original, es eso pero elevado a la enésima potencia.

También es el triunfo de la voluntad del autor, uno de esos libros míticos, más reverenciados que leídos, como el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Y lo más difícil es explicarlo, porque como el aleph de Borges, en ella cabe un mundo, o varios: 1.200 páginas de letra menuda, 100 de ellas solo dedicadas a notas, con un importante número de tramas, distintos géneros, manual de adicciones y farmacopea, profecía de lo que internet iba a hacer de nosotros, biblia generacional y mucho más.

Coincidiendo con el aniversario, Literatura Random House recupera aquella novela monstruosa, con la que su editor, Claudio López de Lamadrid, se la jugó en su día. «Fue una locura hacerme entonces con un libro tan endiabladamente difícil, yo era joven e impetuoso, ahora quizá no me atrevería, pero al final ha sido rentable porque no ha dejado de comprarse», dice convencido de que en ese texto se cifra el espíritu más arriesgado del sello que dirige.

COMO UN CANTANTE GRUNGE / Y eso que el editor asegura preferir los textos más breves de Foster Wallace a sus novelas. De ahí que sostenga que, para él, lo mejor del autor está en Portátil, una selección adaptada a la edición española de los relatos y ensayos, publicado ahora conjuntamente con La broma… y en la que se incluye material inédito para sus clases.

Convertido en un icono de la cultura pop, efigie de camisetas y merchandising vario, inspirador de películas de Wes Anderson como Los Tenebaums, con apariencia de músico grunge entrado en kilos, trascendido por su suicidio a los 46 años, Foster Wallace es posiblemente una de las influencias más potentes en la literatura contemporánea. Para bien y para mal. Porque no hay nada más difícil que escribir como él y así ha quedado demostrado hasta la actualidad.

Tuvo detractores, muchos. Harold Bloom, que fue capaz de encumbrar a Thomas Pynchon, no entendió la novela. Otros críticos le colgaron con ella el sambenito de «artista del aburrimiento». El escritor Tom Bisell, autor del prólogo original (que no se incluye en la edición española), asegura, por su parte, que la clave d esta obra monumental está en leerla y releerla con devoción. «Para muchos lectores de Wallace, eso es pedir demasiado. Para muchos fanáticos de Wallace, eso es también pedir demasiado», bromea y concluye que 20 años después aún «no nos hemos puesto de acuerdo respecto a lo que esta novela trata de decir».

gran influencia / En Europa, y concretamente en España, Foster Wallace ha sido una luz muy importante. Su influencia se vislumbra tras la generación After Pop (o más popularmente, Nocilla). Agustín Fernández Mallo destaca que La broma infinita, por su propio exceso, «todavía sea motivo de discusión», aunque esté clara su posición canónica en la literatura posmoderna. «Es una novela —dice— que con independencia de los gustos personales, que en realidad nada importan y de nada informan, todo escritor contemporáneo sabe que tarde o temprano va a tener que enfrentarse».

Otro novelista, el aragonés Manuel Vilas, ofrece, por su parte, una lectura de la obra basada en su conocimiento de Estados Unidos durante sus estancias en Iowa: «La leí --cuenta para este periódico-- en España con admiración, pero leída desde Estados Unidos pierde verismo, consistencia y sentido. Creo que está pensada para europeos. Pero es incomprensible para un estadounidense, que no se ve reflejado en ella. Lo que me lleva a pensar que la literatura del siglo XXI es el arte de la confusión, del fake y de la simulación infinita».

CÓMO LEERLO / Por último, una recomendación de editor para aquellos aguerridos que se atrevan a escalar este Everest literario: López de Lamadrid aconseja dosis homeopáticas. «Se puede leer de una forma fragmentaria y recuperarla al cabo de seis meses porque su estructura lo permite. No tiene una trama o un cliffhanger que te obligue a una lectura continuada. Las primeras 60 páginas son extraordinarias». Lo que sigue, las 1.040 restantes, solo son aptas para valientes, pero por el camino se encontrarán las claves de cómo se puede escribir para ser leído en el futuro. H