Como decía Serguéi Dovlátov, «el exotismo del material biográfico es un estímulo literario de importancia». Quizá por falta de exotismo, o por pura inmadurez, las operas primas de veinteañeros/as que contienen pathos, dureza y acción extemporáneas son asaz infrecuentes. Claire Vaye Watkins (Bishop, California, 1984) es una excepción. Dovlátov daría su sello de aprobación: la autora, quien debutó a los 22, es la hija de Paul Watkins, el miembro más decente -y musical- de la Familia Manson. Eso nos cubre ampliamente tanto el exotismo como el trauma. Lo demás lo pone la autora con una prosa fibrosa y precoz en historias turbadoras donde la moralina no saca la cabeza. A este lector los relatos de Nevada (Malas Tierras), su estreno en España, le recordaron a la fatalidad intratable de las historias de Flannery O’Connor (donde nadie es bueno), así como a la violencia y perdición-de-nacimiento de Larry Brown o Harry Crews.

--No puedes dejar de escribir con orgullo y horror sobre un lugar del que hiciste todo lo posible por escapar.

--Si estás cómodo en un sitio no hablas sobre él. Necesitas sentir que no perteneces, y observarlo con una cierta repulsión. Para mí, hablar del mundo en el que crecí se convirtió en una manía, lo analizaba compulsivamente porque no quería terminar de aquel modo. Admiro la forma en que mi abuela y mi madre salieron adelante, pero no quiero ser la chica que da el cambio en el Caesar’s Palace durante toda mi vida. Nevada es brutal con las mujeres. Persiste la idea de los pioneros de que las mujeres están allí para proporcionar placer a los hombres. Amo ese sitio con toda mi alma, así que, aunque las historias sean oscuras y góticas, mi mirada no es reprobatoria. Si llego a pintar Nevada como un sitio mejor de lo que es, la gente de la que hablo dirían que lo que hago es una mentira.

--Los críticos parecen esperar que la narrativa obrera hable de un mundo fraternal al estilo de ‘Las uvas de la ira’, o pinte un descenso a los infiernos de la delincuencia. Pero la gente de la que escribes no es ni tan noble ni tan vil.

--Los turistas de clase tienden a verlo como algo mucho más oscuro y temible de lo que es. Lo cierto es que si vienes de allí te das cuenta de que muchas de esas vidas están llenas de humor y de amor. Hay comedia en esa oscuridad, no solo fatalidad, o sordidez, o tragedia. La crítica que me hacen más a menudo es que mis relatos son demasiado «lúgubres». Y otra: «¿Y qué pasa con la esperanza?». No puedo colocarles un final feliz a mis historias para que alguien se sienta mejor sobre el modo en que vive y se comporta la gente pobre. En EEUU somos adictos a la esperanza, pero no sé qué hemos hecho para merecerla.

--¿Cuántas veces te han dicho «si tanto te gustaba el desierto, por qué no te quedabas allí»?

--Cientos. A la gente le encanta la competición de autenticidad de este sitio o aquel otro, y te otorgan puntos por quedarte, como si eso fuese bueno por definición. Lo que me jode es que aún me angustia escuchar ese tipo de críticas. Tengo casi síndrome de culpabilidad del superviviente. Me apena pensar en la gente de mi pueblo que era igual o más lista que yo y que no llegó donde yo estoy, solo porque esos sitios están estructurados injustamente.

--Algunos paisanos tuyos sí se quedaron. Larry Brown o Donald Ray Pollock, por ejemplo, jamás se alejaron de la fuente de su alienación.

--Yo lo visito a menudo, pese a lo doloroso que me resulta. Tengo que rellenar el pozo. Cuando noto que me estoy secando vuelvo a Death Valley, y me leo el periódico local, paso horas en el bar del pueblo, hablando con la gente, y al cabo de unos días vuelvo a sentir que sé de dónde vengo. Esas historias surgen de la tierra, y vienen a mí. La fuerza que anima mi trabajo es la elegía. La tristeza y el luto. Y hablo de luto no solo por la muerte física, literal, de mis padres, que desde luego moldeó Nevada, sino también por el lugar. La añoranza de un paisaje. Los norteamericanos siempre atraviesan corriendo su aflicción. No resulta una emoción constructiva, no te hace comprar más mierda, así que la apartas de ti lo más rápido posible.

--Eres hija de Paul Watkins, miembro de la Familia Manson. Supongo que te lo comenta todo el mundo todo el rato.

--No los culpo. Es demasiado grande como para ignorarlo, y además mi obra está llena de referencias al tema. En mi caso se combinan la parte pública y escabrosa de la historia de mi familia, que se mezcla con mi añoranza y duelo. Helter Skelter o las memorias de mi padre aportan la crónica negra, así como los hechos horrendos del caso Manson, y el ocaso de la contracultura, que tantos otros escritores han tocado y tan bien, y eso se junta en mi obra con la historia de una niña que, simplemente, echa de menos a su padre. El rol de mi padre era conseguir chicas para Manson. Su actividad me hizo novelista.

--No quiero sonar frívolo, pero podríamos decir que te tocó de padre el majo del grupo.

--Exacto. Y su historia tiene toques de heroísmo. Cuando dejó la Familia tuvo que andar 50 kilómetros por el desierto, y se llevó a unas cuantas mujeres con él y las liberó. Hay partes oscuras, pero también inocencia, brillantez y arrogancia, por no decir creación artística. Una gran mayoría de los miembros de la Familia estaban allí porque querían hacer música y ser famosos. Se les ha acabado encumbrando como ejemplos (malignos) de la contracultura, pero los valores de Manson eran el sexismo, el racismo, la misoginia, el anhelo de poder. Sus valores eran capitalistas, por mucho que siempre despotricara contra el statu quo.