Por encima de ninguno otro, el tema esencial de todo el cine de Quentin Tarantino son las películas mismas. A lo largo de su carrera, el de Tennessee ha mostrado menos interés en contar historias que en rendir homenaje al western, o al cine de yakuzas, o al film noir o a una u otra vertiente del cine exploitation de los años 70. Y aquellos de sus personajes que no se ganan la vida como actores o actrices o especialistas o propietarios de salas de cine, al menos demuestran ser plenamente conscientes de existir en el interior de un universo exclusivamente cinematográfico. Dicho de otro modo, estaba cantado que tarde o temprano haría una película ambientada en Hollywood y, ya puestos, que la titularía Érase una vez en Hollywood.

EXPECTATIVAS / La novena ficción de Tarantino llegaba al Festival de Cannes precedida de más expectativas que ninguna otra de las que este año aspiran a la Palma de Oro, en buena medida porque dificultades en el proceso de edición a punto estuvieron de impedir que el director regresara al certamen cuando se cumplen 25 años desde que triunfó aquí con Pulp fiction. Las colas para la primera proyección de la película empezaron a formarse con cuatro horas de antelación, y se leyó una carta escrita por el propio director en la que ruega encarecidamente a la prensa que evite hacer spoiler. Y es una petición legítima, puesto que su metraje contiene un giro que nadie debería conocer antes de sentarse a verla, y que en cualquier caso no es tan sorprendente si se tiene en cuenta que está en perfecta sintonía con la sensibilidad deliciosamente perversa de la que el director ha hecho gala en el pasado.

Situada en 1969, Érase una vez en Hollywood acompaña a Rick Dalton y Cliff Booth o, dicho de otro modo, a Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. Uno es un actor televisivo que afronta su declive al intentar dar el salto a la pantalla grande; el otro, además de su mejor amigo, es su doble en las escenas de acción y, en realidad, casi su asistente. El motivo que da interés añadido a su historia es que se cruza de algún modo con la historia de Sharon Tate, que es también la de Charles Manson.

El 8 de agosto de 1969 cuatro miembros de la familia Manson visitaron la casa del director Roman Polanski en Los Angeles y allí mataron a Tate, que estaba embarazada, a tres amigos suyos y a un estudiante que visitaba al cuidador de la propiedad. En ese momento Polanski, marido de Tate, estaba en Londres. Antes de irse, los asesinos usaron la sangre de la actriz para escribir «cerdo» en la puerta. Mientras ofrece su aproximación al caso, Tarantino identifica a algunos de sus protagonistas: en una escena aparece Manson; en otra, Polanski y Tate van a la mansión Playboy. También aparecen personajes que no pasan desapercibidos para quienes conozcan la matanza: Tex Watson, Clem Grogan, Squeaky Fromme, George Spahn.

retrato mundano / En todo caso, Tarantino no mentía cuando advirtió de que los asesinatos no eran el centro de la historia sino solo un elemento más de su tapiz narrativo. Por encima de todo, Érase una vez en Hollywood es una orgía de referencias al cine de la época que recrea. Por sus escenas aparecen celebridades como Steve McQueen y Bruce Lee, que es objeto de un desternillante chiste fácil; carteles promocionales de películas reales -No hagan olas (1967), Péndulo (1969)- y de muchas inventadas -Comanche squad-, y referencias a directores como Sergio Corbucci y Joaquín Romero Marchent y una inagotable batería de referencias cinéfilas.

Lo sorprendente es que, pese a ello, Érase una vez en Hollywood no es el festín tarantiniano que su premisa prometía. No hay estructura episódica ni escenas que se alargan solo para darnos el placer de escuchar una conversación sobre hamburguesas, los diálogos son sobrios y únicamente un flashback -que, eso sí, está dentro de otro flashback-. Y, pese a lo que su título da a entender, no es una epopeya sino solo un retrato más bien mundano de dos tipos que asisten al final de un mundo y el principio de otro y, simplemente, intentan sobrevivir. En otras palabras, pasa menos tiempo atendiendo a las idiosincrasias de su director y más derrochando amor a aquellos que sobreviven haciendo cine. Quizá no nos deje ver el lado más vistoso de Tarantino, pero nos ofrece el más cariñoso.