A decir verdad, ya éramos conscientes de lo que el realizador Bong Joon-ho es capaz de hacer desde detrás de una cámara. Desde que se dio a conocer en todo el mundo gracias a Memories of murder (2003) y The host (2006), se ha confirmado como un talento único a la hora de juguetear con los géneros -mezclando la comedia negra con el cine de monstruos, la sátira política con el actioner y la intriga policial con el slapstick- con el fin de explorar las más diversas formas de podredumbre humana. Pero también es cierto que el coreano nunca antes nos había ofrecido un muestrario de esas cualidades tan deslumbrante como su séptima película, una salvaje farsa que convierte la división de clases en pura corrosión mientras contempla a una familia de muertos de hambre que se infiltra gradualmente en la vida cotidiana de una familia envuelta de lujos. Y mientras encadena alocados giros argumentales, y conecta cada escena con la siguiente con precisión de cirujano, Bong nos pregunta: ¿quiénes son los aquí los verdaderos parásitos? Pues ni los ricos ni los pobres sino, en realidad, todo lo contrario. Los parásitos, claro, somos todos. Y realmente cuesta mucho dejar de serlo. La mayor parte de los espectadores nunca lo haremos.