Manolo García (Barcelona, 1955), que fuera cantante de El Último de la Fila, desarrolla su imaginario sonoro y poético en Geometría del rayo, su séptimo disco de estudio, con el que recalará en Extremadura con dos concierto, en Plasencia, el 14 de junio (plaza de toros) y en Mérida, el 29 de septiembre (teatro romano).

--Un disco que comienza suave.

--Sí, es premeditado. Te vas formando como artista en un mundo de rock, de pop, pero hay otras músicas que también te gustan. Ahora estoy escuchando a Aute, a Silvio Rodríguez... Hay canciones más rockeras, pero la tónica es un poco contemplativa, y que no se confunda con ver los toros desde la barrera. Te arremangas y te metes en el lío, pero de otra manera. Guitarras eléctricas, españolas, acústicas... Y piano.

--Que toca Jordi Sabatés.

--Es un lujo. Intenté hacer un trío con Carles Benavent y Toti Soler, pero no cuadró por calendarios y tocan en canciones diferentes. Ha sido un sueño y un pequeño homenaje a músicos de una generación anterior que me dieron vida. Aquella Barcelona y aquella Cataluña de los 70 que se abría al mundo.

--Cuando comenzó El Último de la Fila parecía que tenían un punto de ‘new wave’, pero había unas raíces ‘prepunk’ en el rock de los 70.

--Claro, la Barcelona progresiva, de Iceberg, de los cines de arte y ensayo... Una escuela magnífica para disfrutar y para aprender. Ia-Batiste, Gato Pérez... Y a la vez comenzaban a llegar Triana, de Sevilla, y Asfalto, de Madrid, y descubrías un mundo de gente que cantaba en euskera. Había un potencial muy guapo.

--¿Con sus discos desea transportar al oyente a otra realidad?

--Totalmente. Tengo una pequeña norma que no he roto nunca, o solo puntualmente, con El Último, y es no hacer discos con mi imagen en la portada, porque lo importante es la obra, no el autor. Y las obras son el vehículo para disfrutar. Hago yo mismo la producción, no me gusta que haya intermediarios ni quiero productores. Libertad total.

--Da la impresión de que cada palabra está elegida no solo por su significado sino por su sonido, para estimular los sentidos.

--Sí, el léxico es una baraja con muchas cartas y acabamos cogiendo cuatro: mola, tío, tronco, guay... También hablo así a veces, pero cuando escucho a Adrià Puntí o a Quimi Portet pienso, muy bien, compañero, tengo que ir al diccionario de toda la vida, el María Moliner, y ponerme a viajar, vuelo sin motor.

--¿Qué le parece que se tachen sus letras de crípticas, poco comprensibles o esteticistas?

--A mí me gusta hacer cadáveres exquisitos conmigo mismo, escribir una frase hoy y otra mañana que no tiene nada que ver, y luego juntarlas. Lo hacían Lorca y Dalí, y aquí lo he hecho un poco, para que luego el oyente lo haga suyo. No tengo la intención de darlo todo masticado. Me gustan los libros de Roberto Bolaño, Juan Rulfo, Miguel Delibes...

--¿Y el realismo mágico?

--No, me aburre un poco, la verdad. Me gustan Pla, Baroja, Faulkner... Gente que tiene su imaginario, sus personajes... Es importante tener tu mundo de fantasía propio. ¿Qué significan mis letras? Pues lo que tú quieras. Cuando soy músico vivo en un mundo de ficción que me satisface, soy como un dios tontete que se inventa cosas y al que luego le dicen «oye, esta tontería que nos cuentas me ha gustado». Pues eso, ¿para qué escribimos y hacemos cosas? Pues para existir.

--Hay otra rama de músicos en el disco, con gente como Gerry Leonard y Zachary Alford, que han trabajado con Bowie, Springsteen...

--Vinieron a tocar en la última gira y estuve muy bien, gente no solo profesional sino encantadora. Los anglosajones son los inventores del rock’n’roll. Cuando cambio de equipo no es porque no me guste el anterior, sino porque me pongo un reto: sorprenderme a mí mismo.

--¿Hay mitomanía? ¿Aprovechar para tratar de saber más de esos ídolos con los que han trabajado?

--¡Por supuesto! Sara Lee, que tocó en el disco anterior y estuvo en la banda de Ani DiFranco, me contó que había sido bajista de Bob Dylan durante cinco minutos. Fue a una audición con él y cuando Dylan le dijo qué canción iban a tocar, ella preguntó en qué tono. Solo pidió eso, la tonalidad, algo muy normal. Pues Dylan se dio la vuelta, comenzó a tocar... y adiós. Ya le llamaremos. Pero yo soy ultrafan de Dylan, y eso es solo una anécdota.

--Con Quimi Portet, dieron la sorpresa con aquellos conciertos de reunión de Los Burros y Los Rápidos, que terminaron con canciones de El Último. ¿No hablaron de gira?

--No, no, porque tanto él como yo somos personas con un discurso propio muy claro. Vamos a lo nuestro. Con El Último componíamos al 50%, pero esto ya está hecho. Y los dos hemos seguido haciendo discos y no tenemos carencias en ese sentido. Estamos servidos.

--Este disco lo presentará en plazas de toros o grandes espacios como el Sant Jordi, en Barcelona. Hace cerca de 20 años dijo a este diario que actuar en locales tan grandes como ese era un disparate.

--Sí, dije que nunca lo haría, ya lo sé. La última vez, en el Fòrum, al aire libre, lo pasé mal, media hora antes de abrir cayó el diluvio universal. Al final me he visto obligado. Y, bueno, todo el mundo tiene derecho a cambiar de opinión al cabo de los años.

--En uno tema dice «nunca es tarde para las palabras». ¿Tiene que ver con la política?

--No, aunque es cierto que estamos sufriendo por la situación actual. Nunca es tarde para ser feliz, para emprender nuevos caminos... Es mi filosofía de bolsillo. Lo otro lo tienen que arreglar los políticos.

--En vísperas del 1-O dio un comunicado en el que avisaba de que «humillar no es el camino».

--Hace años que se comenzó una humillación política y civil. Un mandatario debe tener la vista puesta en todas partes, hay que ir a ver las goterras de cada casa y entre todos decidir cómo arreglarlas, por las buenas.