Todas las señales estaban en rojo y por eso nadie esperaba que la ceremonia de la 45ª edición de los premios César fuera una balsa de aceite. Horas antes de la gala, a las puertas de la sala Pleyel -en realidad a una distancia notable por el amplio dispositivo de seguridad desplegado-, cientos de mujeres protestaban contra las 12 nominaciones de J’accuse (El oficial y el espía en España), la última película de Roman Polanski.

Al realizador franco-polaco de 86 años le persigue la justicia norteamericana por las relaciones sexuales que mantuvo con una menor en 1977, y el pasado noviembre la fotógrafa francesa Valentine Monnier le acusó de haberla violado en 1975, sumándose así a una lista de 11 mujeres que dicen haber sido víctimas de abusos por su parte.

Por eso, cuando la Academia del Cine francés convirtió el filme de Polanski en el favorito de los César, mostrando un evidente desfase con la sociedad de la era MeToo, desató la ira de las asociaciones feministas y generó en la opinión pública el recurrente debate sobre si cabe separar al hombre de la obra. «Los César de la vergüenza», «Polanski violador, cine culpable, público cómplice», frases de apoyo a las víctimas y juegos de palabras como «Yo acuso a Violanski» eran algunos de los eslóganes coreados en la noche del viernes por las activistas, algunas de las cuales intentaron acercarse a la alfombra roja antes de ser desalojadas por la policía.

Tras dos horas largas de gala, llegó un momento clave, el del premio al mejor director, que en medio de aplausos mitigados, algunos abucheos y cierto estupor fue a parar a Polanski, provocando la furia de la actriz Adèle Haenel, víctima de abusos sexuales a los 12 años por el realizador Christophe Ruggia y cara visible del MeToo del cine francés. «Es una vergüenza», proclamó mientras abandonaba la sala seguida de la directora Céline Sciamma y otras invitadas, justo antes de anunciarse el César a la mejor película, que recayó en Los Miserables.