Cuando yo me iniciaba en el ciclismo, a principios de los 80, compaginaba ruta y pista casi con la misma intensidad. Entre las pruebas de carretera intercalaba desplazamientos por todo el país disputando la Challenge Intervelódromos. Cuando aún pensaba en el ciclismo como un deporte y no como un futuro profesional me atraía más la pista que la carretera. Era más elegante, más noble. Pero por muy bien que me lo pasara en la pista o por muchos campeonatos de España que sumara a mi palmarés, la carretera lo dominaba todo, y cualquier buen resultado que consiguiera en ruta tenía mayor repercusión que todos los triunfos en pista.

Romántico, sí, pero no tonto. La carretera me absorbió por completo en mis años de profesional. Aunque siempre mantuve el contacto con la pista, como entrenamiento invernal y para sacar unos durillos corriendo pruebas de seis días por Europa. Algunas las corrí con Abraham Olano como pareja de americana, cuando el de Anoeta empezaba. Entonces yo era el conocido y tenía que justificar la presencia de Olano ante los organizadores: "No, que es un chaval que viene muy bueno". Muchos se acordaron de mí tiempo después.

Leire Olaberria conseguió su bronce por amor. Por su novio ciclista que la animó, cuando ya estaba aburrida del atletismo, a montar en bicicleta. Y, por supuesto, mucho entrenamiento. Cuántas veces la he visto este invierno, cuando yo iba a rodar tontamente por el velódromo de Anoeta, entrenándose sola o haciendo series tras la moto que dirigía su novio.