Del riesgo de una precaria patera en las peligrosas aguas del mar Egeo a la gloria olímpica de la piscina de competición en Río de Janeiro. Es el viaje de los nadadores sirios Yusra Mardini y Rami Anis, dos de los 10 integrantes de una de las novedades en los próximos Juegos Olímpicos: un equipo compuesto por atletas refugiados.

No ha sido un periplo sencillo para estos jóvenes procedentes de uno de los países más devastados por la guerra. A Mardini, ahora residente en Berlín, sus habilidades acuáticas le salvaron la vida. "Había unas 20 personas en la lancha. Después de 15 o 30 minutos, el motor se paró", recuerda Mardini, sobre la travesía en patera entre Turquía y Grecia en agosto del año pasado. El agua empezó a entrar en la lancha hinchable en la que viajaba con su familia y ella y su hermana se echaron al agua a empujar, a nado, el bote hasta la costa griega. "Había gente que no sabía nadar", relata la deportista, de 18 años, quien representó a Siria en los Mundiales de natación del 2012. "Habría sido vergonzoso que la gente de nuestro bote se ahogara. No me iba a quedar sentada", apunta. En Brasil, disputará los 100 libres.

Mardini mostró, en la presentación del equipo en Río, su satisfacción por poder competir en los Juegos y expresó la enorme responsabilidad que sienten todos los integrantes del colectivo. "No hablamos el mismo idioma ni somos del mismo país, pero la bandera olímpica nos ha unido. Representamos a 60 millones de personas en todo el mundo y por eso lo queremos hacer tan bien como podamos, para demostrar que somos buenos atletas y buena gente no solo en el deporte", dijo la nadadora.

Más drama

El caso de Anis es más común entre el éxodo sirio: en el 2011 huyó de Siria para evitar prestar el servicio militar en un país en guerra. "Había casos de secuestros, bombardeos...", detalla. Así que su familia lo mandó a Estambul, donde ya vivía uno de sus hermanos. "Me llevé una bolsa pequeña con dos chaquetas, dos camisetas, dos pantalones... Pensaba que estaría en Turquía un par de meses y luego volvería a mi país", cuenta el deportista, de 25 años y natural de la devastada Aleppo. Pasó en territorio turco cuatro años, hasta el pasado mes de octubre, cuando decidió cruzar el Egeo en patera y seguir hacia el corazón de Europa. Se estableció en un pueblo de los alrededores de Gante (Bélgica), donde entrena para su especialidad: los 100 mariposa. Ahora tiene Río como objetivo, no como cuando entrenaba en Estambul, sin país al que representar en competición alguna. "Era como estudiar y sin poder presentarme jamás a un examen", evoca.

Más a mano les queda la competición a los judocas Yolande Mabika (28 años y 76 kilos) y Popole Misenga (24 años y 90 kilos), ambos de la República Democrática del Congo. Procedentes de la desafortunada región oriental de Bukavu, aprovecharon los Mundiales de judo del 2013 en Brasil para solicitar asilo en el país sudamericano, donde residen desde entonces. Misenga tenía solo 9 años cuando se refugió de los disparos en el bosque. Cuando fue hallado, lo mandaron a Kinshasa y allí descubrió el judo. "Cuando eres un crío, necesitas que tu familia te diga qué hacer, y yo no tenía una. El judo me ayudó aportándome serenidad, disciplina, compromiso. Todo", afirma.

La expedición la completan varios corredores: el etíope Yonas Kinde (36 años, maratón), refugiado en Luxemburgo y que se gana la vida como taxista, y los sursudaneses Paulo Amotun (24, 1.500 metros), Yoech Pur (21, 800 metros), Rose Nathike (23, 800 metros), Anjelina Nadai (21, 1.500 metros) y James Nyang (28, 800 metros), todos ellos refugiados en Kenia. Será la bandera olímpica la que les conduzca al estadio y el himno olímpico el que suene con sus victorias. "Espero que en Tokio 2020 no haya equipo de refugiados porque terminen las guerras y todos puedan representar a sus países", afirma Rami Anis.