Siempre pensé que hay que empezar por poco. Los edificios no se comienzan a construir por la azotea. Y en la vida, en los estudios, en el trabajo, es positivo que predomine lo gradual frente a lo explosivo. Al menos eso creo yo. Cuestión de criterio, supongo. Soy de los que piensa que el que empieza corriendo, acaba tropezando. Mejor empezar gateando, y seguir caminando, para, luego ya, con cierta confianza, poder echar a correr. Alguna magulladura no hay quien la quite, desde luego. Y de los tropiezos se aprende, porque cada caída sólo es el principio de un nuevo primer paso. Pero, mientras menos "farrondones" en las carnes y el alma, mejor.

El que escribe, empezó por poco. Con un montón de ilusiones en la mochila y una vocación de vida. Tenía ganas de aprender. Las primeras prácticas estaban incluidas en el plan de estudios de la Diplomatura que cursé, y no eran remuneradas. Pero supusieron una oportunidad grandiosa de aprendizaje. Pude acercarme a la realidad de mi profesión. Me nutrí con la experiencia de quienes antaño recorrieron mi mismo camino. Y pude llevar a la práctica, al plano de lo real, parte de lo aprendido. No percibí remuneración alguna. Pero hay cosas que no paga el dinero, como la cantidad de conocimientos, vivencias y cariño que acumulé. Y es que no todo lo importante en la vida está vinculado al dinero. De hecho, casi nada de lo esencial tiene que ver con ese poderoso caballero al que Quevedo dedicó unos versos.

Cuando me quise dar cuenta, ya había acabado la carrera. Continúe formándome: haciendo cursos, participando en talleres... Y algo más de un año después, conseguí mi primer empleo. Con un sueldo corto y una jornada laboral a juego con la remuneración. Pero era mi primer empleo. Y me ofrecía la oportunidad de dar rienda suelta a mi vocación. Sabía que había que empezar por poco. Y, apenas un año después de concluir mi formación universitaria, lo estaba consiguiendo. Ese fue mi feliz punto inicial. A partir de él pude empezar a crecer.