Cuando estalló la guerra civil española, Manuel Coley Robles tenía dos años. Su padre, Joaquín Coley, peleó del lado de la República, y algo le debió dejar. Tras la caída de Barcelona, la familia cruzó a Francia, donde se quedó el padre, dicen que, entre otras cosas, con ganas de seguir la lucha contra Franco. Manuel cruzó el Atlántico y se adaptó rápidamente a la vida argentina. Allí lo bautizaron, como a todos los españoles, "el gallego". No fue fácil la vida en Buenos Aires. "Mira que hemos pasado miseria, porque no conseguía trabajo. Pero nunca faltó el amor. Era divertido. Un padre ejemplar", recuerda su viuda, Alcira.

Manuel llegó a la mayoría de edad sin haber concluido la escuela primaria. La pudo completar en el momento de entrar a trabajar en Rigolleau, una importante fábrica de vajillas de la periferia capitalina.

Algo debía tener el gallego para que sus compañeros lo eligieran delegado sindical simbólico. Nunca pudo ejercer el cargo porque no era ciudadano argentino. Pero aun así, fue uno de los líderes de una huelga de 1975.

Meses más tarde, con los militares en el poder, Manuel Coley fue expulsado de Rigolleau junto a otros 400 trabajadores.

Luego vino lo peor: el secuestro y la desaparición. María Marta, su hija mayor, tenía 11 años cuando se lo llevaron. La imagen paterna sigue viva en su memoria: "Le esperábamos todas las noches que llegara del colegio. Porque después de la primaria hizo la secundaria, a los 40 años".

El Manuel Coley que ella mejor preserva es el que, dice, le ha servido para aguantar los golpes de la vida. "No era alguien que dijera ´sí, mi amo´. Era, cómo decir, un republicano". Su madre, Alcira, asiente: "Era un tipo firme, leal".

Esa fuerza les da sentido. Una vez, los Coley fueron a escuchar a Joan Manuel Serrat y lo esperaron en las puertas del teatro. "Te llamas como yo", le dijo Serrat a Manuela, la hija de María Marta. Y ella contestó, orgullosa: "No, me llamo como mi abuelo".