Casablanca tiene prisa. Demasiada como para perder el tiempo con kamikazes. El frenesí de esta megalópolis lo devora todo. Por eso, pese a la sensación de miedo que han dejado las acciones suicidas del martes y de ayer sábado, el caos vital sigue su curso en una ciudad demasiado grande, demasiado llena y demasiado caótica como para darse cuenta de que las raíces de ese nuevo terrorismo surgen quizás de sus propios excesos.

"Yo creo que parte de lo que ocurre tiene que ver con la naturaleza misma de esta ciudad", dice Amín Rahmuni, un empresario del sector audiovisual en relación a que todos los atentados terroristas en Marruecos han sido en Casablanca.

Desde la terraza de su lujoso dúplex, la ciudad aparece como un océano de viviendas que se extiende hasta donde se pierde la vista. "No creo que lo de los kamikazes del martes tenga que ver con el terrorismo islamista. Un joven que lleva un cinturón explosivo durante días y que, cuando se siente acorralado, detona la carga... Eso es otra cosa. Yo lo definiría casi como un terrorismo social, que surge de la miseria y de la frustración en que vive buena parte de la población de esta ciudad", comenta el empresario.

Pecado capital

En su opinión, esta metrópolis ha cometido un pecado capital. "Casablanca --sentencia-- es la ciudad de las promesas. Promete muchas cosas pero no siempre las cumple. Aquí vienen miles de personas procedentes de todas las regiones de Marruecos en busca de sus sueños. Dejan sus pueblos y se instalan en chabolas creyendo que van a encontrar trabajo y una vida mejor. Algunos prosperan, pero la mayoría no. La ciudad va demasiado rápido para ellos. Eso les hace sentirse aún más desgraciados que cuando vivían en el pueblo".

Ese éxodo rural masivo ha hecho que Casablanca esté enferma de gigantismo. Más de 3,6 millones de personas se agolpan en su casco urbano y su área metropolitana roza los 6 millones, un 20% de la población del país. Si su peso demográfico ya es grande, el económico es enorme. Casablanca absorbe el 40% de fábricas de Marruecos y el 50% de inversiones, nacionales y extranjeras. El resultado es que, de cada dos marroquís con empleo, uno trabaja en Casablanca.

A los marroquís les gusta denominar esta urbe como "el pulmón económico de Marruecos". Sin embargo, al pasear por sus calles y avenidas se descubre que es un pulmón, pero ennegrecido. La prueba de su deterioro se nota en el estrés que impregna el ambiente y en las diferencias sociales. Si Marruecos es el país de los contrastes, Casablanca es la ciudad de la esquizofrenia. "Esta es la urbe de las chabolas de cuatro metros y de las villas de tres hectáreas; de los coches de lujo y de los carros tirados por mulos", explica Jaled Ajasi, un periodista local que destaca que, en ocasiones, "los lujosos barrios de chalets tocan con los de barracas".

Vidas arrebatadas

Como otras megalópolis del tercer mundo, Casablanca sufre por no tener una clase media, que es la que aporta valores como el civismo o el uso correcto del espacio público. En Casablanca, en cambio abundan los hijos de la clase alta, con sus cochazos y el sentimiento de que todo les pertenece; y los hijos de la miseria, con la sensación de que todo, su juventud y su futuro, les han sido arrebatados.

"Casablanca no existe. Hay muchas casablancas, muchas ciudades en una sola. Aquí vive cada uno en su gueto, en círculos cerrados", explica Amal, una mujer de negocios. "Yo soy soltera y atea. Vivo sola en un apartamento y necesito mantener mi privacidad. Así que no tengo nada que ver con la gente de un barrio popular como Hay Farah (donde se produjeron las acciones kamikazes). Aquello es como un pueblo, todo el mundo se conoce, todo el mundo sabe de tí y todo el mundo controla lo que haces".

A muchos marroquís, sobre todo los de las clases más modestas, no les convence la lógica de que la pobreza conduce al terrorismo. "A mí, esa explicación no me vale. Yo también soy pobre y no pienso en suicidarme con una bomba. ¿Acaso los kamikazes eran los únicos que tenían problemas? ¿Acaso eran los únicos que estaban en paro y vivían en chabolas?", clama Alí, chófer de uno de los miles de petit taxis que, como hormigas rojas, corren frenéticos por toda la ciudad.

El argumento de la miseria tampoco le sirve a Kader, un padre de familia que vive en el suburbio de Sidi Mumen, de donde salieron los kamikazes que perpetraron los ataques de mayo del 2003, y que defiende a la gente de estos barrios. "Por unos locos, se nos está criminalizando. En estos barrios hay muchos chavales que se matan a estudiar y a trabajar para salir adelante".

Poco a poco, la amenaza terrorista deja su huella. Aunque todo el mundo sigue a lo suyo, hay inquietud. Los dos kamikazes de ayer, que se suicidaron en el centro de Casablanca, lejos de los barrios populares, han demostrado a los ciudadanos de que cualquier lugar puede ser el objetivo de un ataque.

Seguridad privada

Una de las transformaciones generadas por ese nuevo clima se percibe en la omnipresencia de la seguridad privada, uno de los negocios más bollantes. Desde los atentados del 2003, hay guardias privados a la entrada de los hoteles, restaurantes, bancos, tiendas de telefonía móvil... El temor a que un terrorista suicida intente irrumpir en el interior del establecimiento para causar una carnicería, como ocurrió en la Casa de España en el 2003, ha llevado a la contratación masiva de guardias. Incluso algunos bloques de viviendas han sustituido al portero por un guardia inquisitivo.

Pese a las medidas de seguridad, el desconcierto y la incredulidad son las sensaciones imperantes. "¿Quién me iba a decir que iba a ver a un vecino suicidarse como un kamikaze?", dice Tarek, un anciano que le hecha la culpa a Bush, a los saharauis y a Argelia. También recibe lo suyo el consumismo. "Antes, los marroquís nos conformábamos. Ahora todo el mundo lo quiere todo. Se compran la casa a crédito, el coche a crédito, la comida a crédito. Nunca tienen bastante. Eso hace que la gente viva insatisfecha y nerviosa".