Con el rostro ennegrecido por el perenne polvo en suspensión presente en la atmósfera de los desiertos occidentales de Afganistán, Abdul Barey --un adolescente de 14 años vestido con un sucio shalwar kameez -- no parece sentirse intimidado por los cinco vehículos blindados del Ejército de EEUU que acaban de detenerse a su alrededor. Sin atisbo alguno de duda en su voz, desempolva, ante los reporteros recién llegados, una ristra de críticas nada veladas contra las tropas de la coalición internacional por la última y célebre masacre accidental de civiles, acaecida en la provincia en mayo. "Aquí, en Farah, diferente gente tiene diferentes opiniones, pero los americanos deben modificar sus tácticas y no dejar caer bombas sobre civiles".

A 600 kilómetros de Farah, en Gardez, capital de la remota provincia de Paktya, ya junto a Pakistán, el gobernador local, Juma Jan Hamdard, rodeado de guardaespaldas, agasaja a sus invitados con dulces orientales y pedazos de cordero asado, mientras les insiste en que no todos los talibanes son iguales y en que algunos son recuperables para un posible proceso de reconciliación nacional. Ambas cuestiones --muertes accidentales de civiles a manos de las tropas extranjeras y negociaciones con los insurgentes-- se perfilan como los dos asuntos que más influirán en los afganos cuando, el 20 de agosto, en pleno apogeo veraniego, acudan a las urnas a elegir a su nuevo presidente para los próximos cuatro años.

Un viento seco y temperaturas de 30 grados tras el ocaso pueden provocar sofocos nocturnos a quien no esté acostumbrado a tales calores. El gobernador de Farah, Rohuul Amin, originario de regiones más frescas en el noreste afgano y sin vínculos con las fuerzas vivas locales, se defiende de los excesos termométricos buscando los rincones más frescos de la casa.

Su evidente sintonía con las tropas de la coalición no le hace ocultar que la masacre de mayo en su provincia es un tema que le preocupa. "Algunos piensan que los culpables son el Gobierno y las fuerzas de la coalición; otros, en cambio, creen que las muertes se deben a los talibanes que se protegen tras civiles", valora Amin, antes de puntualizar: "Los estadounidenses deben trabajar en esto, pero a veces estas cosas suceden".

Sabedor de lo que verdaderamente sucede en su provincia, donde el número de soldados extranjeros caídos se ha multiplicado por dos en lo que va de año, el dirigente local admite que algunas poblaciones escapan a su autoridad. "Shewan localidad cercana a Bala Buluk, escenario de la masacre está por completo bajo el control de los talibanes", admite. La responsabilidad de los males provinciales, afirma, la tiene el mulá Sultán, un liberado de Guantánamo que, a su vuelta, optó por tomar las armas.

Línea artificial

En Gardez, capital de Paktya, a 600 kilómetros de Farah y 2.300 metros de altitud, temperaturas y temas de preocupación apuntan en una dirección muy diferente. Estos últimos, concretamente, hacia las montañas del noreste, que desde 1893 marcan la artificial línea fronteriza que divide Pakistán y Afganistán. "Los ataques que se producen aquí no son preparados por afganos", acusa el gobernador Juma Jan Hamdard, en una nada velada acusación al país vecino.

En este olvidado rincón, no lejos de las montañas de Tora Bora donde Osama bin Laden fue acorralado en el 2001, no son ya poblaciones, sino distritos enteros los que viven bajo la ley de los talibanes. "En el distrito de Zurmat al sur apenas podemos hacer proyectos de reconstrucción", admiten con pesar fuentes militares de Estados Unidos.