Cuando solo era candidato, Barack Obama dijo: "Hay una tendencia ... que dice que a no ser que tengas una férrea actitud pro-Likud ... entonces eres antiisraelí. Esa no puede ser la medida de nuestra amistad con Israel". Pocos errores cometió Obama en su campaña electoral, pero este fue típico: expresar razonamientos demasiado complejos. Obama quería decir que él es un amigo de Israel, pero no de cualquier política que haga Israel. Evidentemente, no se entendió así.

Obama nunca fue bien recibido ni por Israel ni por el lobi proisraelí. De entrada, por ser un outsider , ya que hay poca gente más interesada que Israel en que el statu quo en Washington no cambie. Pero también porque entre su círculo de amistades en Chicago había algunos intelectuales de izquierdas propalestinos. O porque amenazaba la candidatura de Hillary Clinton, esta sí inequívocamente amiga de cualquier Israel. De nada le valió a Obama presentarse ante el mayor lobi proisraelí, el AIPAC, y declarar que Jerusalén es la capital unida e indivisible de Israel (ni Hillary dijo algo así); o nombrar a la misma Clinton secretaria de Estado y a Rahm Emanuel jefe de gabinete; o viajar a Sderot de campaña. Obama nunca fue un amigo en un mundo que no tolera los matices. Israel está habituado a un apoyo ciego de EEUU. Obama es amigo, pero de esos amigos que te dicen lo que no les gusta de ti. A ello se le une el Gobierno de Netanyahu, probablemente el peor dotado para las relaciones públicas de la historia de Israel.

Aun así, la crisis hay que valorarla en su justa medida: el enfado de Washington viene como mucho porque Netanyahu se niega a congelar las colonias, no porque no quiera desmantelarlas. Netanyahu dijo la verdad en la Knesset: Israel lleva 40 años construyendo en territorio ocupado, con el Likud y sin él. Por eso, Obama envía un mensaje de política interna israelí: el problema no es Israel, es este Israel del Likud.