Conocí a Ángel en febrero de 1980 en Don Benito. ¿Dónde si no? Era tremendo: un trueno, apasionado, locuaz, brillante, impetuoso, excesivo; siempre tuvo una memoria extraordinaria y una capacidad de recitar comparable a la de los grandes actores de teatro; desde Chamizo a Pacheco, de Lencero a Buiza, de don Jesús a Rufino Félix, captaba con intensidad los matices de sus poemas.

¡Qué bien declamaba! ¡Qué lengua tenía Ángel! Para lo bueno y para lo malo no tenía rival, qué le pregunten a muchas por sus requiebros y conquistas; sus pregones eran emocionantes, sus retransmisiones deportivas inigualables, basadas en una capacidad de improvisación que no daba balones por perdidos, fue nuestro Matías Prats de aquella época y se recorría todos los campos de fútbol con nuestra bandera por montera. Y le daba igual Guareña que el Bernabeu o Riazor, acometía las retransmisiones con la misma responsabilidad y facilidad de palabra. Ascensos, descensos, ponía su voz emocionada en el instante, el minuto, la jugada, como si fuera en ese momento lo más importante de su vida. Y efectivamente lo era.

Pero ¡ay!, Ángel iba sin freno de mano pues la vida no la bebía a sorbos y sí a grandes tragos y cuando apostaba por una causa lo hacía con todas sus consecuencias, con lealtad (en demasiadas ocasiones a quien no la merecía) y con sacrificios, sobre todo personales en los que a veces natura superaba cultura alternando con contundencia alturas y bajuras. Poco a poco me hice amigo de él con los riesgos que comportaba serlo para otros amigos o para uno mismo pues acostumbraba a decir lo que pensaba y, como Hernán Cortés, quemar las naves en un santiamén. Y bien que las quemaba. Así descubrí que Ángel Valadés tenía dos capas, esa exterior dura como la encina pero, superada la epidermis, por debajo estaba su gran corazón, empático, amigo cercano, detallista, generoso, era un placer hablar con él.

Esa parte interna de Ángel afloró gracias, a Manuela, con vitalidad y a ella le debe sus ratos de felicidad postrera, duradera y vital; a ella le debe esos años a la vera del viejo Anas, esa «larga pereza tendida, río que muere y renace, sueño de cielos y aguas, Guadiana, lento Guadiana», (¿te acuerdas, Ángel?), en los que por fin encontró la estabilidad que su azaroso discurrir no le había dado. Bien está lo que bien acaba, amigo. Ángel cometió errores, sí, pero quien esté libre de ellos que me lo diga y quizá él en conciencia intentó al final de sus días subsanarlos tras su «conversión» en el hospital de Mérida cuando tras una dura prueba encontró allí a «su amigo el buen Jesús».

Ese encuentro postrero y sincero le marcó en lo sucesivo y quiero creer que le acompañará siempre. ¡Ay, amigo¡, al final los vinos que íbamos a tomar en Don Álvaro nos esperarán en otros cielos si la misericordia de Dios así lo quiere y, desde ahí, tú verás que esto no vale nada que, salvado el amor, lo demás son palabras (ya entonas tú Ángel). Y hasta aquí la vida, a partir de aquí la eternidad.