Ya no olemos los bocadillos de calamares que tomábamos al atardecer en el bar Mora de la calle Morería; ahora están las consejerías, que no huelen precisamente a calamares, huelen a humanidad, que ya es oler.

Aquellos bocadillos que los soldados de artillerías tomaban con tanto apetito y los novios con una jarra de cerveza iban a pelar la pava mientras llenabas el estómago. El bar Mora, con Celedonio detrás de la barra, era todo un símbolo de esta ciudad. En verano se olía desde la orilla del río Guadiana, cuando bajabas de la barcaza al mediodía del molino de Pancaliente y estabas deseando llegar para refrescarte y poner el estómago en su sitio.

Olíamos a calamares en el mismo centro de la ciudad, en el bar Aragón de la calle José Antonio, hoy Cervantes. Los que llegaban de tren o los que iban de viaje lo primero era tomar un bocadillo, o te lo envolvían para tomarlo en aquellos vagones donde se hacían verdaderos amistades. O lo engullías en la ventanilla mientras soplabas al que tenías a tu lado por una carbonilla en el ojo.

Los que llegaban en el tren, al pasar por el Bar Aragón y oler los calamares, era como una tentación dificil de resistir. No existían los calamares congelados y no daba tiempo a que se pusieran en mal estado, en ambos bares dos mujeres estaban continuamente limpiándolos para consumirlos inmediatamente.

Estos dos bares han hecho historia del molusco de ocho tentáculos que sabían a gloria bendita y para más sofisticación los guisaban en su tinta, pero su tinta, la original, no las que venden en bolsas prefabricada.

Agustín Giménez Villahoz, durante años presidente y entrenador del Imperio, conoció en el bar Aragón a su actual mujer Angelita Montero, muchos años más joven, y se dijo: "esta mujer es para mí o para nadie". Intervino en presentárselo Diego Galán Monago y hubo el flechazo por ambas partes. Hoy son un matrimonio inseparable.

¡Lo que hace un buen bocadillo de calamares!