TYto nací a los siete años cuando mi madre, en la cocina de la Papelera, allá en el camino viejo de Esparragalejo donde vivíamos, nos hizo un picadito con queso 'curao', huevo duro y aceite de oliva. Esa fue la primera chispa de mi vida, aliñada con el cariño y ternura que mamá Gloria ponía en la comida. Mis hermanos aún llevan prendidos, entre los pliegues de la memoria y un rincón del alma, aquellas empanadillas de espinacas, aquel majestuoso hervido, sublime bizcocho de limón, arroz caldoso --hace falta ser valenciano para condimentarlo-- y muchos platos más que alegraron nuestra infancia.

Marta Soto , la otra abuela de mis hijos, hace en una sartén casi milenaria la mejor tortilla de patatas del mundo... he visto peleas por comerla. Paco Novillo, ¡cómo me acuerdo de aquellas aventuras!, nos hacía una caldereta de lagarto --cazados entre los canchos del Aljucén-- que haría falta una miríada de estrellas para clasificarlo entre los michelines. ¡Y ninguno vió un programa de cocina en la televisión!

Estos últimos meses he tenido una situación con el titanio, mejor no entro en detalles, que me ha permitido ver un poco la televisión y acumular un hartazgo considerable de tanto programa de cocina y abundancia de cocineros sofisticados a los que nunca he visto freír un huevo ni elaborar una tortilla de patatas que se asemeje remotamente a las de mi suegra. ¡Hasta los huevos parecen postergados en esos programas! Esta exacerbación de lo culinario como prioritario objetivo vital a mí me parece desorbitada, artificial y absurda cuando no peligrosa... con la de hambre y necesidad que están pasando algunos, otros todo el día dando la cacerolada (de diseño) es un contrasentido.

Va a tener razón Domingo (paz y bien) cuando alude al pensamiento único en la cocina, como si no hubiera otras formas de hacerla más económica, entrañable, asequible y fácil. A ver si en la Cáritas de mi parroquia en vez de alimentos dan una televisión y ¡hala! a hartarse de programas de cocina. Estos pesaos lúdicos, artistas de lo exiguo, rozan en su sofisticación el estrambote: como el menda que con unas pinzitas casi quirúrgicas pone unos puntitos minúsculos de algo en un exiguo alimento (en plato grande para que resalte). Echo de menos una lupa o un microscopio para saber lo que comes, o ese otro lerenda que le pega al soplete para flambear la comida, porque esta gente no cocina ni condimenta, estos deconstruyen, liofilizan y alguna otra barbaridad más como la reducción de Pedro Ximénez u Oporto como el vino más natural de nuestras cocinas (esencia de pitarra les metía yo a estos).

Pero hombre, ¡por Dios! no me cabe en la cabeza cómo mi madre, mi suegra o Paco Novillo pudieron vivir sin tener un soplete en la cocina... un soplete ¡No mandes huevos que te los chamuscan!

Me cabe la esperanza de que esta sea una moda pasajera fruto de la estulticia, como hace décadas les dio por programas de gimnasia en los que unas sílfides (de muy buen ver) hacían unas tablas de ejercicios para estar en forma, tablas que muchos veían pero nadie hacía... como los platos de estos cocineritos.